Por paradojas de la muerte, que no de la vida, es muy probable que Rafael Conde se
encontrara con Chillida en el camino de la eternidad.
Bullanguero y extrovertido el primero, hombre de espacios cerrados, humo,
conversaciones espesas y vida inquieta, me imagino que necesitaba llenar cada minuto de su vida y cada centímetro de la pared de su casa para sentirse vivo.
Ascético, casi místico, estudioso de los espacios abiertos y de las inmensidades el
segundo, vivió dejando muchos metros de libertad a su alrededor para no ahogarse.
El hombre que alargó las colas de los vientos o los límites de las brumas adornándolas con formas y objetos que se convertían en algo liviano y etéreo en contra de su propia naturaleza mineral, era incapaz de ver la más grande de las montañas sin intuirle huecos y espacios interiores.
Sin embargo, en mi opinión, ambos tenían algo en común. Ninguna de sus obras superó a sus propias humanidades.
Porque lo mejor de Rafael Conde, el Titi, no era su alegre “colorines”, o su picaresco “libérate” o su siempre emocionante “Maredegüeta”.
Lo que le hacía realmente especial era su personalidad nerviosa y barroca, hablando, gesticulando, riéndose o lamentándose hasta la histeria de sus cosas, de sus amores, de la incomprensión y de los falsos amigos.
Tampoco ninguna de las obra de Chillida superó en estética a su propia figura oteando el horizonte desde las rompientes de las olas, impávido, con su perfil renacentista apuntando a barlovento, su blanca melena a merced del vendaval y con ese gesto de querer sorber hasta el último de los detalles, hasta la última de las esencia de la naturaleza que tanto admiró.
Me los imagino recorriendo el camino hacia las puertas de la gloria hablando entre
ellos, nervioso y asustado el Titi ante el temor de que tuvieran más peso sus pecados y peculiaridades que su bondad y su generosidad, tranquilizador Chillida confiado en que un Ser capaz de crear tormentas al pie del monte Higueldo o espacios como los del horizonte asturiano, conocedor como nadie de la pequeñez y la fragilidad del ser humando, no iba a quedarse en los pequeños detalles de sus vidas.
“Hemos amado y nos aman. Seguro que nos perdonan”, le diría.
Y el Titi, más tranquilo, habrá suspirado con alivio pensando en la suerte de haber
encontrado un compañero de viaje de tanta solvencia. “¡Que cosas!”
Si uno de los valores del cielo es la consumación de los deseos, el Titi habrá salido disparado en busca de ese escenario glorioso que siempre añoró, repleto de plumas y de bambalinas, para triunfar eternamente delante de los grandes que han sido de la copla y de la farándula, no sin antes ponerse a los pies de su “Mare de Deu del’s Desamparats”, la que sin duda será su mejor valedor, para cantarle entre lágrimas de emoción lo mejor de su repertorio.
En cuanto a Chillida. ¡Que enormes acantilados y rompientes de nubes le habrán reservado!. ¡Que inmensidad de espacios vírgenes en los que plantar algo de la sobriedad, la belleza y la fortaleza de su querida Euskadi!.¡Que campos para sembrar su semilla, mezcla de genio, ternura, bondad y modestia que le hacia incompresible el hecho de que los hombres no “nos amáramos más” siendo “tan pequeños”!.
Disfrutad en la eternidad y esperadnos en paz. El Titi cantando o contando chistes,
esta vez menos subidos de tono. Chillida levantando peines de nubes y bosques de
espacios, entre la admiración de Miguel Angel y de los consagrados.
Adéu, Agur.
José Luis Martínez Ángel
Escrito el día del fallecimiento de ambos, el 19 de agosto de 2.002