Las fiestas de Moros y Cristianos de Bocairent. Mucho más que un espectáculo folklórico.

El día de ayer, bronco y lluvioso, me brindó la ocasión de recordar en muy buena compañía gran parte de mi vida festera y, sobre todo, lo que hay detrás de las fiestas de Moros y Cristianos en una localidad como Bocairent.

Y la razón de estas reflexiones es que me invitaron a un desayuno, un “almuerzo” en nuestra expresión local, con un grupo de veteranos de la comparsa Terç de Suavos. Veteranos pero con buen apetito, muy buen apetito, con los que visioné fotos antiguas y recordamos anécdotas relacionadas con lo que fue y sigue siendo uno de los aglutinantes de la vida social de Bocairent, y fundamento de la cultura local.

Porque, como digo en el título, las Fiestas de Moros y Cristianos de Bocairent son mucho más que esos espectáculos, vistosos en sí mismos e impactantes por la rotundidad de la música festera, con los que se adornan desde hace pocos años algunas de las fiestas de muchos pueblos de Valencia y la propia capital.

Las fiestas de Bocairent datan de 1859 y ya son varias las comparsas que han celebrado el 150 aniversario de su fundación, entre ellas la que fue mía y en la que milité, el Terç de Suavos. Y, para mayor abundamiento, cuando hablamos del inicio, hay que tener en cuenta que estas fiestas, en su formato actual, fueron una sucesión de otras anteriores, mucho más simples, llamadas “la Soldadesca”.

Pues bien, en un mundo sin televisiones, cuando apenas se estaban empezando las gestiones para hacer llegar la electricidad desde la central de Aielo, este pueblo de la montaña valenciana, el mayor titular de la Sierra Mariola, de inviernos largos, húmedos y oscuros, y veranos luminosos perfumados por los aromas de la sierra, las comparsas y sus masets fue uno de los estímulos para que los hombres, en sus orígenes solo los hombres, salieran de sus casas a reunirse con otros hombres, con los que mantenían una relación basada en un vínculo común, el más fuerte de la época. El pertenecer a una comparsa de moros o cristianos.

Estaba la iglesia, claro, pero la iglesia era para los creyentes y al templo se va a escuchar, no a hablar. También estaba la música, otra de las excelentes tradiciones bocairentinas de la que he escrito en otras ocasiones, pero el contacto personal, en los ensayos y fuera de los ensayos, se limitaba a los propios músicos. El resto de los ciudadanos solo podían asistir a los conciertos y discutir con vehemencia si su banda era mejor que “la otra”.

Y, claro, estaban los bares y los casinos, pero a estos establecimientos se iba a jugar, también a discutir. Sin embargo, y en mi opinión, estos establecimientos nunca tuvieron una verdadera función integradora, más bien todo lo contrario, porque eran básicamente gremiales o de clases.

Había casinos de ricos e industriales, y bares de clase media. También había alguna tasca frecuentada por la clase más humilde, la de los peones y los agricultores, que no se sentían cómodos en otros ambientes y otras compañías.

Por eso digo que no cumplieron una labor integradora en la sociedad bocairentina. Más bien compactaron cada una de las capas sociales del momento, aislándolas de las otras.

Luego aparecieron otros estamentos integradores, como el Patronato, pero esta institución era el lugar común, el santuario, de niños y jóvenes.

Y en paralelo con todo esto y durante más de 150 años, el único lugar neutral en el que cada uno se podía sentar al lado de cualquiera, consumiendo su bocata o el contenido de su tartera con “coradella”, “fetche amb allets”, “magre amb samfaina o amb tomaca”, o cualquier otro alimento que le hubiera preparado su mujer o su madre.

Todo ello acompañado por “vi amb adobat”, y rematado por una tacita de “timonet” y una copita de herbero.

Los masets no rompieron las barreras sociales, pero las redujeron más que cualquier otro lugar de encuentro. No todos los bocadillos o los contenidos de las tarteras eran iguales, ni todos podían aspirar a ser capitanes en las fiestas, ni tenían la misma influencia en las decisiones de las asambleas anuales, pero todos hablaban de las mismas cosas, todos desfilaban en las mismas escuadras, y todos trabajaban durante todo el año para que todo saliera bien el día de la entrada. Por encima de las diferencias tenían un objetivo común.

Y las posibilidades de hacer frente a los gastos de la fiesta se resolvieron de una forma muy ingeniosa: la “ratlla”.

La raya, o la línea, fue y es una especie de caja de ahorros puerta a puerta, y consiste en que los componentes de la comparsa que lo pidan, que son casi todos, se comprometen al pago semanal de una cantidad fija, la que decida cada uno en función de sus posibilidades.

En origen, un responsable de la “filá” visitaba las casas de los festeros, recibía la cantidad pactada, y trazaba una línea en la página de su libreta encabezada por el nombre del comprometido y la cantidad acordada.

Cuando llegaba la fiesta, el cobrador le devolvía casi todo lo pagado, (cantidad comprometida x número de rayas – un pequeño descuento para compensar los servicios del recaudador) y así podía contar con cierta liquidez para hacer frente a los gastos propios de esas fechas.

Y luego estaba el músico. Ninguno de los que desfilan triunfantes por las calles de Valencia, libres de todo compromiso el resto del año, han tenido que alojar a un músico en su casa. Ahora los masets tienen dormitorios y comedores privados para alojarlos con comodidad, pero en tiempos del frio y la oscuridad, y hasta no hace tantos años, había que acomodarlos y darles de comer en los domicilios de los festeros por riguroso turno de fechas.

El músico era una especie de invitado con horarios impensables y costumbres desconocidas, pero eran tiempos de menos remilgos y más solidaridad, y la cosa funcionaba.

Claro que también aquí había ciertas diferencias, porque los más pudientes solían pagar a terceros para que los alojaran en sus casas cuando les tocaba el turno.

Pero lo más importante es que ser festero, desde los primeros tiempos, era mucho más que participar en un acto social. Tenía mucho de vocacional, de tradición heredada y conllevaba un compromiso de trabajar durante todo el año para mayor honra del “Patró Sent Blai” y, por supuesto por el honor de la comparsa.

Hace algún tiempo escribí un artículo a propósito de la capitanía, en el año 2017, de la comparsa de Moros Viejos de María José Vañó Vañó. Reproduzco alguno de sus párrafos:

Porque nadie que no pertenezca a Bocairent o a los pueblos y villas de sus alrededores puede entender que estas fiestas son mucho más que lucirse o divertirse determinados días de todo un año. Ni mucho menos.

Ser festero en Bocairent, pertenecer a una “filá” (traducción al valenciano de la palabra “comparsa”), es tan natural para la mayoría de los bocairentinos como el instinto de picotear de los polluelos recién nacidos. No está en los ADN porque químicamente es imposible, pero casi casi. Del ADN no, pero de la cultura adquirida por la tradición, la mamada, sí.

Y acrecentada con el tiempo. El primer contacto con la fiesta lo tienes cuando tus padres, tus abuelos o ambos, te llevan a la primera “nit de caixes” de tu vida (traducción literal de noche de tambores, desfile) y, tras el rezo del Ángelus en la puerta del Ayuntamiento, pasacalleas un farol de papel con vela en su interior, empujado por el enérgico redoble de las cajas de todas las bandas de música.

Así fue, así es, y así será, o al menos eso espero. Porque las comparsas han podido superar con cierta dificultad el virus de la politización, han allanado de forma casi definitiva las diferencias sociales, y resisten la privacidad de su parcela contra la intervención de la política oficial.

Y, en los próximos años, los veteranos de la compasa se seguirán reuniendo para hablar de sus recuerdos y vivencias, en un ambiente de camaradería y disfrutando, eso sí, de la cordialidad y la buena hospitalidad de los responsables de la filá.

Mientras otros, en otras localidades, que no tienen maset, que nunca han pagado una “ratlla”, y que nunca han alojado a un músico, desfilan vistosos durante unas horas por las calles de pueblos y ciudades presumiendo de su condición de festeros de moros y cristianos. Que conste que no me parece mal porque una cosa no quita a la otra, pero hay ciertas diferencias.

Y termino como tantas veces he terminado. Con nuestro “festa avant” tan de uso como despedida, o para descargar tensiones cuando se defienden posturas con demasiada vehemencia. Aunque en esos casos la frase completa, la conciliadora, es “¡Som Suavos. Festa avant!”.

Un abrazo y felices fiestas.

Valencia, 29 de enero de 2018

Derechos de la mujer, igualdad de género y feminismo

Una de las cosas buenas de las reuniones de amigos, sean con el pretexto que fueren, es que se habla de todo y siempre nos sorprendemos con el rumbo que ha tomado la vida de algunos de nosotros.

En una comida navideña de “ex”, Xerox en este caso, una de las comensales, Rosa, “Roseta” para mí, mujer inteligente y dinámica, me dijo que ha trabajado en actividades varias, una de ellas defendiendo los derechos de la mujer.

Tema interesante este. Muy interesante. Y muy importante. Ninguna duda de que entiendo y defiendo la igualdad e incluso el feminismo, que parece igual pero no es lo mismo, con algunas excepciones si se llega al histrionismo.

En un momento de la conversación salieron a relucir los nombres de las que considerábamos las primeras defensoras de la igualdad en la historia conocida, y Rosa mencionó el nombre de Hipatía.

No tengo la más mínima intención de desmerecer la figura de esta filósofa, matemática y muchas cosas más, defensora del helenismo en perjuicio de algunos sectores de la iglesia católica, absolutamente singular porque siendo mujer fue ilustrada, y consiguió influir en una sociedad de hombres hasta el punto que ordenaron su muerte.

Sin embargo, en mi opinión, ella no luchó y murió por defender a las mujeres, ni, que yo sepa, lo argumentó como fundamento de su filosofía vital. Murió por defender su identidad y sus creencias, y por negarse a ceder en sus convicciones o a compadrear con los cristianos fundamentalistas de la época. Ella murió por ser diferente y porque sentaba un precedente peligroso.

Salvando las distancias, como ocurrió con algunos negros que se atrevieron a destacar intelectual o socialmente en el sur de los Estados Unidos, y que acabaron linchados por el Ku-Klux-Klan.

Tampoco luchaba por la igualdad de la mujer Marie Curie, nacida Maria Salomea Skłodowska, aunque, queriendo o no, la galardonada con el Premio Nobel demostró al mundo que la capacidad intelectual de su género era, como mínimo, igual a la del más capacitado de los varones. Desde el punto de vista del feminismo, ese fue el gran triunfo de la ilustre polaca, que acabó siendo trasladada al Panteón de París, ¡60 años después de su muerte!, considerado por la tradición como el de “los hombres ilustres”.

Como tampoco luchaba su marido, Pierre Curie, por la supremacía del varón como soporte de la especie. Los dos desarrollaron sus capacidades intelectuales, que eran muchas. Y punto.

En resumen: opino que la vida y ejemplo de estas mujeres demostraron, sin ninguna duda, la igualdad intelectual de la mujer, y, claro que sí, ayudaron a la causa del feminismo, aunque fuera de forma tangencial.

Sin embargo, y dentro de mi limitado conocimiento de la historia de la humanidad, yo defendía que un ejemplo muy claro de defensa de los derechos de la mujer, el más antiguo que conozco, es el de Isabel de Trastamara, posteriormente Isabel de Castilla, que se negó a ser reina consorte de su propio reino cuando se casó con Fernando de Aragón, como era la costumbre de la época.

Y que convocó cortes para que la nombraran reina de Castilla en ausencia de su esposo, que no se podía creer lo que había sucedido, y que, al final, no tuvo más remedio que aceptar los hechos consumados.

Y la lucha de Isabel no fue solo de índole intelectual. Defendió su legalidad y sus derechos con uñas y dientes, contra todo y contra todos, incluso usando la autoridad, como hubiera usado la fuerza de ser necesario.

Y que un lema paradigmático de la igualdad de géneros debería ser el “tanto monta, monta tanto, Isabel como Fernando”, que acabó siendo el de la pareja real.

Pero claro, defender cosas como esta en los tiempos que corren es tanto como opositar a que te etiqueten de facha, fascista, o, como mínimo, de miembro de la derecha más retrógrada. ¡Isabel y Fernando! ¡Los líderes paradigmáticos del imperialismo y la opresión! ¡Los que expulsaron a los judíos y sometieron definitivamente al pueblo andalusí!

Son tiempos en los que la gente no dice lo que piensa por temor a los “líderes de opinión”, muchos de ellos atacados por el virus de la cortedad cultural e intelectual.

Porque la historia, que tan mal se enseña en la actualidad, solo es válida si sus protagonistas son de nuestro agrado. La hemos convertido en una sucesión de personajes “buenos” y “malos”, que hacían cosas buenas y cosas malas.

Como si cada uno de nosotros fuéramos descendientes de los unos o de los otros, y no de todos ellos. Como si no lleváramos una mezcla de sangre íbera, celta, romana, cristiana, judía y árabe, de conquistadores y de conquistados, en lo más profundo de nuestras venas.

Y que nos mostramos tan orgullosos de ser lo que somos, ignorando deliberadamente que tenemos un ADN en un 90 % similar al del chimpancé, un 88 % al del ratón, y un 85% al de la vaca.

Pero claro, nuestra superioridad moral y la miseria de “los otros” es parte de lo que ahora se llama “memoria histórica”.

De mí pueden decir lo que quieran, porque me da lo mismo. Ya estoy acostumbrado. Y siempre he sabido que si alguna vez me tienen que hacer un trasplante de corazón, recibiré con gusto el de cualquier humano compatible, sea de derechas o de izquierdas, incluso nacionalista.

Y que si no lo encuentran, parece ser que el del cerdo es el que tiene más posibilidades de éxito.

¿Seríamos diferentes si a todos nos hubieran trasplantado un corazón de cerdo?

Otra vez me he ido por los cerros de Úbeda. ¡Maldita sea!