Parece que, al final, el futuro de Cataluña se decidirá dentro del marco de la Constitución, y poco más podemos hacer. Incluso parece innecesario manifestarse en uno u otro sentido, excepto en Cataluña, donde es bueno que los no separatistas manifiesten su opinión de la misma forma que lo hacen los excluyentes. Allí sí porque son parte muy directamente interesada.
¿Nos hemos dado cuenta de lo que ha ocurrido realmente? Una comunidad poderosa como Cataluña, que lleva décadas aleccionando a los niños utilizando la enseñanza para minimizar los valores de España y potenciar los de Cataluña, idealizándola como eje fundamental en el progreso de la humanidad. Que han reescrito retazos de la historia montando falacias como su versión de lo sucedido en la Guerra de Sucesión, en la que su clase dirigente apostó por el bando perdedor, y han terminado construyendo un relato en el que el asedio de los ejércitos franceses, los del Borbón aspirante al trono español, fueron un ataque del resto de España. Y más concretamente de la propia Castilla.
Una comunidad que ha tenido a su disposición toda una batería de televisiones y emisoras de radio, que ha subvencionado generosamente a los medios de comunicación locales convirtiéndoles en afines o no beligerantes, y a entidades nacionalistas de dentro y de fuera de Cataluña (una parte importante de esas subvenciones han venido a Valencia), que ha promovido y soportado económicamente redes de agitación popular como la Asamblea Nacional Catalana y Òmnium Cultural, las de los “Jordis”, esta Cataluña que ha abierto embajadas por todas partes y ha despilfarrado miles de millones preparando su salida de España, culmina el “procés” de independencia con una votación casi furtiva, tramposa e irregular, en la que sus señorías han procurado muy mucho protegerse de las leyes de España. ¡De las leyes de España!
¿Cómo es posible que los propios padres de la nueva república catalana, la poderosa, la que iba a ser piedra angular de la Comunidad Europea, y reconocida por todas las naciones del mundo mundial se protejan de la justicia de España? ¿Por qué no han votado a pecho descubierto, mostrando sus gozosos “sies”, orgullosos de lo conseguido y de que, ¡por fin!, la historia hubiera hecho justicia a Cataluña disgregándola de España, la parásita, entre los vítores y aplausos de propios y extraños?
Porque todos eran conscientes de que la votación solo era la guinda de una gran tarta de mentiras y disparates. Enormes mentiras. Y sabían que todo ese esfuerzo culminaba en la nada más absoluta. Que el sonido de todas sus fanfarrias no podía acallar la verdad, tozuda e inmisericorde, de que la muy poderosa Cataluña no puede ser más que el estado que la contiene. Como tampoco lo pueden ser Andalucía, el País Vasco, Galicia, o la Comunidad Valenciana, pongo por caso.
Y la realidad es que toda está gran operación en la que se ha dilapidado tantísimo dinero detraído de partidas presupuestarias que hubieran mejorado los servicios cotidianos necesarios para los catalanes, ha sido un rotundo fracaso que ha culminado con un baño de realidad indiscutible, una afirmación rotunda de que es imposible retroceder en progreso, bienestar y concordia a impulsos de fanatismos y planteamientos viscerales.
Y nos encontramos con que la idea de una Cataluña triunfante que cambia su “senyera” tradicional, importada por cierto del Reino de Aragón, por la “estelada”, preparada para incorporar otras dos estrellas, la de la Comunidad Valenciana y la de las Islas Baleares, cuando se culminara su quimera “dels Països Catalans”, ni siquiera puede remontar el primer escalón de su mítico proceso.
Y que, en un mundo afortunadamente globalizado, donde las naciones, ¡por fin!, han encontrado causas comunes y lugares de encuentro, los nacionalismos decimonónicos no tienen cabida ni razón de ser, porque son todo lo contrario a lo que todos queremos y lo que la humanidad necesita. Que en la Comunidad Europea aúnan esfuerzos y proyectos países que hace cuatro días inmolaban a sus ciudadanos luchando unos contra otros en las trincheras de Francia o de otros países de la vieja Europa, y que, como contraste y más recientemente, los nacionalismos causaron los genocidios de la antigua Yugoslavia.
¡Aplausos generosos para los protagonistas! Pasarán a la historia porque malgastaron el dinero que les confiaron, utilizándolo para intentar cambiar la historia y la realidad, para dividir a los catalanes entre ellos, y para fomentar un anticatalanismo injusto en el resto de España. Quizás deliberadamente porque necesitaban crear el enemigo externo. La gran amenaza. El dragón que les quiere devorar.
Y dejo aquí la cosa, reconociendo que hay un problema de sensibilidades y de desencuentros, algunos reales, que hay que solucionar.
Pero todo esto viene a cuento de “lo nuestro”. Quizás la desgracia de Cataluña tenga como aporte positivo el que los ciudadanos españoles, y muy especialmente los valencianos, abramos los ojos y descubramos el gravísimo peligro de los populismos reinantes. Los que prometen conducirnos a sus Jaujas imposibles que acaban siendo Barataria, la gran mentira con la que embaucaron a Sancho Panza. Porque, realmente, nos estamos dejando seducir tontamente por gente “todo fachada” y verbo fácil, como sedujeron al genial escudero del caballero de rocín flaco y galgo corredor. Y, como se ha podido comprobar por la actitud y los hechos de los independentistas catalanes y de algún partido nacional, como Podemos por ejemplo, estamos jugando con fuego.
Y el populismo es especialmente peligroso cuando manipula la fibra de las raíces y de los sentimientos, dando lugar a los malditos nacionalismos excluyentes.
Y aquí y ahora, en Valencia, se están siguiendo los pasos de un proyecto fracasado en Cataluña y claramente pernicioso para los valencianos. La gente del Bloc, los Morera, Marzà y de otros grupos nacionalistas están ensamblando las estructuras del “procés” valenciano: una pseudo TV3, una inmersión lingüística poco pactada, una política de subvenciones dirigida en parte a los movimientos nacionalistas, y, sobre todo, el lenguaje. Un lenguaje cada vez más excluyente que empieza a hacer mella en la sociedad valenciana. Ellos son los buenos y el resto los malos. Ellos creen en las libertades y practican la verdadera democracia, y el resto somos franquistas, fascistas, o retrógrados. Ellos son el pueblo y nosotros las élites interesadas. Ellos son verdaderos valencianos y el resto, castellano o valenciano parlantes, enemigos de la lengua y la cultura.
Si les acosan, acto absolutamente condenable se lo hagan a quien se lo hagan, son ultraderechistas, intolerantes y fascistas (cosa que no descarto), pero cuando son ellos los que acosan solo hacen uso de la libertad de expresión, porque ellos, el pueblo llano, no tienen otra forma de denunciar a corruptos o manifestar sus inquietudes.
Esto está sucediendo desde hace años, pero se ha acelerado en los últimos tiempos, seguramente motivado por lo que iba a ser triunfo inapelable de las tesis separatistas catalanas.
Y todo esto sucede en nuestra Comunidad, como es evidente, por el impulso de señalados nacionalistas de corte pancatalanista, favorecidos por el beneplácito y/o la ambigüedad de Podemos y de Compromís, y por la indecisión del PSOE, el único capacitado para poner orden en el despropósito de seguir una senda que no puede llevar más que al fracaso y a la desunión de los valencianos, cada vez más etiquetados y enfrentados.
Estamos a tiempo. No nos comportemos como los niños que siguieron al flautista de Hamelín o acabaremos, como ellos, secuestrados por alguien que los utilizó como rehenes para conseguir un fin personal.
Aprovechemos la extraordinaria lección histórica de lo sucedido en Cataluña, esta vez, afortunadamente, sin violencias ni derramamientos de sangre, y continuemos siendo la comunidad que ama, eso sí, sus tradiciones, que no necesita tergiversar su historia porque ha sido rica, muy rica, en hechos y valores aunque, como todas, haya tenido sus sombras. Y que ama su idioma al que hay que potenciar de forma limpia, sin trampas ni enfrentamientos, para poder entender mejor a los antepasados que la hablaron y la escribieron, en la que rieron y lloraron, la que escuchaban cuando mamaban y en la que murieron.
Estamos a tiempo, repito. Pongamos nuestro esfuerzo en potenciar nuestras causas comunes en lugar de buscar grietas y puntos de desencuentro que nos harán más débiles. Y no estaría de más que leyéramos con calma la letra del himno de la Exposición Regional de 1909 (¡que carteles tan hermosos!), ahora el oficial de la comunidad. Que es el himo de todos pensemos lo que pensemos. Que no es cursi ni arcaico. Es pura poesía que habla de valores comunes, del orgullo de pasear por nuestros campos, de la necesidad de aunar esfuerzos para nuestra prosperidad, del ruido cristalino de nuestras aguas, incluso en tiempos de sequía, de nuestras músicas.
Y practiquemos el ahora vergonzante hábito de mostrar sentimientos, recuperando en nuestras relaciones personales aquellos “cantos de amor, himnos de paz” que emocionaron a Maximiliano Thous.
“Flamege en l’aire nostra Senyera!
Glòria a la Pàtria!
Visca València!
Visca! Visca!! Visca!!“