Largo, largo, largo y quizás pesado, pesado, pesado. Pero quizás pueda interesar a algunos, especialmente si son madrileños. Y si no es así, siempre queda el recurso de no leerlo.
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De como una escapada en Madrid dispara la fantasía de un fantasioso impenitente.
Le decía a una amiga, ampliando un comentario que acababa con un “amo Madrid”, que, efectivamente soy un enamorado de esta ciudad. Y lo soy porque Madrid es una de las grandes ciudades del mundo capaces de sorprender a propios y visitantes por su gran oferta cultural, espectáculos incluidos, y ser sede de los mejores museos de España. Algunos de ellos, como la pinacoteca del Prado, referente mundial.
Pero lo afirmo muy especialmente porque he vivido en Madrid y, para más abundamiento, residiendo en una pensión, que es lo más de lo más de la convivencia.
Madrid, como ocurre en todos los sitios “viejos”, tiene infinidad de dichos y leyendas, unas basadas en hechos reales que la imaginación popular ha elevado a los altares de la fantasía transformando “lo que fue” en lo que “dicen que ha sido”, y, otras, pura invención repetida portal a portal, mentidero a mentidero de lo que ellos llaman “el foro”.
Y así dispone de palacios con fantasmas, casas con misterios, otras en las que han sucedido hechos escalofriantes y hasta un buen surtido de atentados reales, dos contra Alfonso XII, de los que siempre salió ileso y otro contra Alfonso XIII cuando, el día de su boda, un anarquista lanzó una bomba dentro de un ramo de flores desde el balcón de una pensión de la calle Mayor, sin que ni él, ni Victoria Eugenia sufrieran ningún daño.
Así que, repito, Madrid ha sido un perfecto caldo de cultivo para la enorme cantidad de curiosidades y chascarrillos alimentados por su contrastada familiaridad social de los dos últimos siglos. Y digo madrileños por decir algo, porque Madrid fue ciudad de aluvión que recibió inmigrante de todas las regiones, por lo que gatos, lo que se dice gatos, pocos y acogedores.
Familiaridad contratada en las conversaciones de calle, las tertulias de bares y la de esas mini sociedades tan especiales de las corralas o lo más recóndito de sus barrios tradicionales. Lugares en los que se comentaba, se corregía y se aumentaba lo sucedido y publicado en periódicos y gacetillas, o divulgado de boca a boca en tiendas de barrio.
Insisto en que eso mismo sucede en otras ciudades antiguas de nuestra España, como Granada o Toledo, por ejemplo, pero en Madrid mucho más por sus circunstancias especiales. Y porque todos amamos a nuestras ciudades o pueblos natales, pero pude apreciar que los madrileños sienten un cariño filial muy especial por la suya. Francamente especial.
Así que ayer, recordando mis dotes de gran callejeador, cogí caminito y recorrí con calma algunos de mis lugares conocidos completando una ruta que no está nada mal para mi edad:
No sin constatar que cuando salí del hotel el termómetro señalaba dos grados bajo cero, pero el frio de Madrid, mucho más seco que el valenciano, especialmente en un día sin viento, se soporta mejor que el nuestro con un buen abrigo corporal. Así que cogí el metro y bajé en la Plaza Mayor, la antigua plaza moderna de la ciudad, desde donde me desplacé hasta el Palacio Real, o Palacio de Oriente, subiendo esa cuesta llevadera que transcurre paralela a los hermosos jardines de Sabatini.
Llevaba intención de acceder a su interior, pero me fue imposible porque había no sé qué acontecimiento.
Mi primera sorpresa fue encontrarme con los miles de personas, no exagero, que estaban esperando el relevo de la guardia, parada artístico-militar que ha alcanzado un gran nivel de popularidad por su calidad plástica, muy parecida a la del famoso relevo de Buckingham, en Londres. Puede parecer una tontería, pero a mi me gusta que se fomente este tipo de actividades inofensivas, agradables a la vista y que da nombre a las ciudades.
No me quedé porque faltaba algún tiempo y porque la conozco por haberla visto en YouTube. Como también he visto “in person” la de Londres, la de Atenas, la de Praga y la del Kremlin, aunque sí que entré en La Almudena abriéndome paso entre los que esperaban en las escalinatas de la catedral y cruzando la enorme cola que pretendían entrar en la plaza de armas del palacio.
De allí me dirigí a la calle de Vergara para acceder a la del Arenal, pasando por ese curioso cruce de calles de nombres singulares, no sin antes acercarme al viaducto para recordar a los muchos madrileños que decidieron suicidarse en este lugar. ¿Qué pasaría por sus cabezas? ¿Qué tristeza provocaría semejante decisión?
Pensamiento que me afectó muy especialmente teniendo como tenemos una verdadera lacra de suicidios, especialmente entre gente joven. Por lo que no pude por menos que pensar en ellos, aunque no los haya conocido.
Lugar, el viaducto de Madrid, que ha merecido escritos entre tétricos y poéticos, como el que se publicó el “La Libertad” hace muchos años, con el título “El Madrid que desaparece. Elegía por el Viaducto”, y que decía: “El viaducto se desvencija. (…) Los suicidas ya no le dan importancia. Lo han substituido por los túneles del “Metro“, donde hallan un final obscuro de topos. Ha dejado de ser el gran balcón sobre la Eternidad”
Sigamos. Una vez en Vergara me fijé, como siempre hago cuando callejeo, en lo especial de los rótulos de varias de sus calles adyacentes. Porque una de las peculiaridades que distingue a Madrid de otras ciudades es que no ha sido muy de cambiar los nombres de las calles, manteniendo los “de siempre” con pocas concesiones a las modas y los modos, especialmente en sus calles principales.
Y así mantiene los nombres tradicionales, los que decidió el pueblo llano, como la calle Mayor, la Gran Vía, Carretas, llamada así porque en tiempo de los Comuneros de Castilla los madrileños levantaron barricadas con carretas para impedir la entrada de los soldados del Rey, el paseo de la Castellana, Delicias y tantas otras, como la Del Arenal, la calle en la que me encuentro, que tiene este título porque en una de sus prolongaciones históricas desde su arranque en la Puerta del Sol, se encontró con un suburbio arenoso.
Como Madrid es grande, también hay calles rotuladas a conveniencia con nombres de políticos y de hombres y mujeres ilustres, pero ninguna de las principales.
Y es por eso por lo que en Madrid es divertido y curioso, repito, prestar atención a los nombres de sus calles, por su significado y por los chascarrillos que se contaban a propósito de su nomenclatura o las proximidades de unas con otras.
Ya he dicho, y sí no lo digo ahora, que yo vivía en una pensión en la Corredera Baja, muy próxima a una calle larga a la que una curva permite darle dos nombres. Pues bien, a estos tramos les llamaban “los del matrimonio”, porque empieza en Luna y termina en Desengaño, que son los nombres de las dos calles, también próximas a otra muy popular, la del Pez, nombre basado en un hecho real relacionado con una niña a la que en el Siglo XVIII se le murió un pececillo y su padre, hombre de “posibles”, al verla tan afligida, mandó labrar en la fachada de su casa la figura de un pez.
Casa que posteriormente dio nombre a la calle, la del pez, hasta entonces llamada “de la Fuente del Cura”. No hay duda de que fueron los madrileños de aquellos tiempos, el vulgo, los que dieron los dos nombres a la calle.
Así, en este cruce, confluyen las calles de Carlos III, el gran “Rey alcalde” que, sin embargo, tiene una de cortísimo recorrido en este final del Madrid de los Austrias, desde donde arrancan otras con nombres singulares cómo la de la Unión, que se cruza con la de la Amnistía, ilustrada la primera con la imagen de un yugo. No he sido capaz de desentrañar la verdadera razón de esta nomenclatura, porque una unión tan sumamente “unida” no parece muy propia ni para un sindicato ni para un partido político. No suelo rendirme y trataré de averígualo.
También están las calles Del Espejo, nombre que, según la leyenda, hace referencia a las atalayas de vigilancia árabes que se erigían en la zona hace muchos siglos, y que transmitían los mensajes usando precisamente espejos. Y, algo más adelante, la de La Escalinata, actualmente sin escalones, sustituidos por una rampa que permite la circulación de vehículos.
Y, como cada portal tiene su leyenda y cada bocacalle una historia, solo me detendré en la Parroquia de San Ginés, en la que se bautizaron o se casaron hombres ilustres, como reza en la leyenda de su fachada, junto a la cual hay una librería, también llamada San Ginés, cerrada cuando pasé, que tiene o tenía por costumbre exponer libros de lance en una mesa de madera pintada de verde, situada en el callejoncito de la puerta del local, y en la que en su momento pasé mucho tiempo rebuscando entre lo expuesto, porque realmente valía la pena.
Y, para los de Bocairent: según me contó, también era muy frecuentada por Pepe Llorca cuando viajaba a Madrid.
No tenía demasiado tiempo porque el paseo era largo y tenía como objeto llegar al Museo de Prado, por lo que apenas me entretuve en la Puerta del Sol, rota en obras, aunque sí que hice una escapadita para volver a contemplar la fachada de Casa Labra, sin detenerme a tomar alguna de sus exquisiteces de bacalao.
Diré que este establecimiento, situado en la calle Tetuán número 12, cerca de la Puerta del Sol y en una calle lateral del Corte Inglés de Preciados, es uno de los de culto de Madrid para mí, entre otras cosas porque fue allí donde se fundó el Partido Socialista Obrero Español.
Bajado de internet “El Partido Socialista Obrero Español se fundó clandestinamente en la madrileña taberna Casa Labra de Madrid, el 2 de mayo de 1879 en torno a 25 personas: 16 tipógrafos, cuatro médicos, un doctor en ciencias, dos joyeros, un marmolista y un zapatero”
Así pues, continué mi paseo por la carrera de San Jerónimo para saludar de nuevo a los leones de las Cortes, de los que quiero aclarar dos de sus leyendas:
No es cierto que, como nos decían cuando éramos niños, que estuvieran forjados con los cañones del parque de artillería en los que estaban destinados Daoiz y Velarde el dos de mayo de 1808. La verdad verdadera es la que reza en el frontis de su base, donde se puede leer “Fundido con cañones tomados al enemigo en la guerra de África de 1880”.
Y la otra curiosidad es que uno de sus leones, el que está a la derecha mirando al frente de Congreso, no tiene testículos. ¿La razón? Puede haber muchas, pero desde luego no fue por ahorrarse el bronce necesario para sus atributos masculinos porque realmente sería muy poco comparado con el empleado en toda la figura. Francamente, no creo que se acabara el bronce de los cañones precisamente cuando llegaron a ese punto.
Para obtener constancia fotográfica, que la tengo, tuve que hacer juegos malabares desde la acera, porque el trasero de buen león sin atributos está muy por encima del nivel de la calle, muy inclinada hacia la plaza de Neptuno.
Yo para mí que fue una broma del escultor, porque no creo que fuera un adelantado a lo que está ocurriendo ahora con los cambios de sexo, las ambigüedades y cosas similares.
Y desde allí, enfocando el móvil por debajo del cuerpo del león castrado después de pedir permiso para subir unos escalones al policía de guardia en la puerta del Congreso, saqué una foto al hotel Palace, protagonista importante el 23F porque allí es donde se situaron los miembros del Ejecutivo que no estaban secuestrados. Recordemos en aquellas horas hubo una reacción ejemplar y se formó un gobierno provisional con subsecretarios.
También estaba la cúpula de los mandos militares y hasta algún periodista avispado.
Repito, como he hecho otras veces, que el 23F fue la verdadera prueba del algodón de la democracia, porque fue el día en el que fue vencida y desarbolada la última extrema derecha española. La de verdad, por mucho que Podemos y el gobierno se empeñen en darle ese título a VOX para resucitar lo que está muerto y bien muerto.
VOX es el más a la derecha de los legales en la actualidad, sí, pero de extrema derecha modelo franquista, si los comparamos con los Girón de Velasco y compañía, son unos auténticos entreguistas.
Y por fin, rodeando la Plaza de Neptuno, en la que no vi a Simeone poniendo flores al dios del mar por los buenos resultados de los últimos tiempos, accedí, una vez más, a la pinacoteca más importante de las que conozco, aunque no tenga nada del Siglo XX. Y conozco El Louvre, la National Gallery o el Hermitage, que, seguramente serán los siguientes en tamaño en colecciones pictóricas.
Claro que, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, tengo que decir que ningún me ha impresionado más, pese a lo pequeño de su obra, que el Orsay de París. Porque tiene mucho impresionismo, pintura fácil de entender y muy de mi gusto.
Así que subí la escalinata dedicando un saludo afectuoso a mi querida RAE, en lo alto, enfrascada estos días en una discusión a propósito de si se debe tildar el “sólo” de las ambigüedades y de las soledades.
Y, una vez en el Prado, el protocolo. Sentarme en el primer banco del pasillo central del primer piso para saludar a Carlos V, esta vez completamente desnudo, sin su armadura, teniendo a sus pies, encadenado, al Furor, símbolo abstracto de lo malo, del enemigo a vencer, inspirado en la Eneida de Virgilio.
Es algo que leí hace años, cuando intenté descifrar la simbología del conjunto, y que he recuperado ayer mismo buscando comentarios de la Eneida.
Entonces se harán más llevaderos los ásperos siglos, dejadas las guerras;
la cana Fidelidad y Vesta y Quirino con su hermano Remo
darán las leyes; con hierro y con ensambladuras compactas
las funestas puertas de la Guerra se cerrarán; el Furor impío dentro,
sentándose sobre las crueles armas y atado a la espalda con cien
nudos de bronce, gemirá espantoso con su boca ensangrentada.»
Yo soy muy disciplinado y solo recorro unas pocas salas cada vez que visito un museo, única forma de “ver” y disfrutar los cuadros, aunque, como es natural y tratándose del Prado, las salas de Velázquez son visita obligatoria. Muy de pasada la de “las Meninas”, mayor sosiego frente a su famoso Cristo, esa figura extraña y hermosa de un crucificado que no refleja dolor, solo paz y serenidad. Dice el cartel que, con esta obra, Velázquez intentó entrar en las discrepancias entre la pintura y la escultura, y de hecho consiguió una obra con muchos visos de escultura pintada. Porque imágenes dolientes del crucificado se pueden ver en la misma sala, justo enfrente, en menor tamaño.
Por cierto, en la sala de Las Meninas no estaba la figura en bronce del hermafrodito. No sé si lo han cambiado de lugar provisionalmente o de forma permanente, pero no dejaba de ser algo “diferente”, un contrapunto al arte clásico del pintor de la corte, y su desaparición me provocó de inmediato un “aquí falta algo”.
Por cierto: la primera vez que lo vi, me sorprendió encontrarlo en esta sala, porque era como un verso suelto, hasta que me enteré de que esta escultura, “copia de la original del escultor italiano Matteo Bonarelli de Lucca (1599- 1654), restaurador y marchante de arte italiano, fue mandada fundir en Roma por encargo directo de Diego Velázquez durante su segundo viaje a Italia por expreso mandato del rey Felipe IV, que quería adquirir las más bellas obras de arte para su reciente Palacio del Buen Retiro”
El original, procedente de una colección particular italiana, se conserva en el Louvre, que, en eso, en artes decorativas, gana al Prado, como también lo hace el Hermitage, porque apenas tiene algunas piezas importantes.
Y de esta copia se dice que “su calidad técnica la convierte en una obra maestra que supera al original«.
Así que opté pasar a las salas contiguas, las de Murillo, y realmente me emocioné con sus famosísimas Inmaculadas y con los cuadros de un Jesucristo con San Juan, ambos niños, que ilustraban algunos libros de texto de religión en mi bachillerato.
Ya conocía de otras visitas la magnífica y nada sofisticada Sagrada Familia “del Pajarito”, antes ubicada en el pasillo central del primer piso, pero, pese a las veces que he visitado este museo, siempre “a cachitos”, nunca había dedicado tiempo a las salas de este pintor sevillano aunque, naturalmente, conocía parte de su obra porque es uno de los referentes de la pintura religiosa española.
Ni tampoco las de Tiziano, pintor que siempre me ha impresionado por su enorme variedad de temas, aunque mi preferido sea el de Danae en el momento de ser fecundada por Júpiter con una lluvia de oro, que repitió varias veces. En esta ocasión me sorprendió con sus cuadros sobre la fundación de la iglesia de Santa María la Mayor, primitiva iglesia de la Virgen de las Nieves, pinturas que, cronológicamente, con un magnífico juego de luces y sombras y en un formato inusual, de abanico, describen el sueño en el que la Virgen le pide a un noble romano que se levante esa iglesia en un punto en el que verá la silueta de la planta de la iglesia dibujada con nieve en un lugar de Roma.
Y en el siguiente se ve al mencionado noble exponiéndole la petición al Papa, que monta una procesión para comprobar que, efectivamente, la nieve que traza la silueta de la iglesia, está donde se dice que estaría.
Y después de esta pequeña excursión por el museo, más corta en espacio que en tiempo, y de realizar una breve visita a la sala en la que están las estatuas de las ninfas, que no conocía, di por finalizada la visita y me dirigí al restaurante para recuperar fuerzas y seguir con mis elucubraciones, en este caso centradas en recorrer con la vista las mesas cercanas para tratar de adivinar los perfiles humanos de los que las ocupaban y, sobre todo, a localizar a las familias que estaban acompañadas por sus hijos, todas extranjeras porque los niños españoles tenían clase.
Y estuve tentado, solo tentado, de dirigirme a un grupito de abuelos, padres e hijos, para decirles el acierto que habían tenido en venir al Prado, a los mayores, y, a los niños, la suerte que tenían por tener a unos padres que les habían traído aquí siendo todavía niños, porque era algo que, espero, recordarán toda su vida.
¡Claro que amo a Madrid! Una ciudad que también enamoró en su tiempo a nuestro Joaquín Sorolla, hasta el punto de que decidió que le construyeran una casa típica de la Valencia de extramuros de su época, con sus techos altos, su jardín, su fuente, su mini estanque y sus bancos y jardineras de azulejos de Manises. Situada fuera de la ciudad, muy cerca de lo que entonces era “el quinto pino” que marcaba el final de la zona urbana de Recoletos, y ahora fagocitada por la urbe y convertida en el tan especial Museo Sorolla, que recomiendo visitar.
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Una aclaración: estos enamoramientos míos son casi patológicos, porque también he amado y amo a nuestras viejas ciudades españolas y, como no y muy especialmente, a mi querida Valencia, la de los rincones mágicos y las calles estrechas, también repletas de historias y leyendas, y a esa Valencia señorial de las calles nobles y edificios elegantes.
Ciudades que gusto de pasear mirando suelos, fachadas, rótulos y partes altas de los edificios, porque es así como se disfrutan plenamente y se descubre lo que hay detrás de lo que tantas veces se ha visto sin reparar en ello.
En los cursos y talleres de relaciones interpersonales o cuando se habla de empatía bien aplicada, se abunda en la necesidad de la llamada “escucha activa”, herramienta que garantiza que entiendes el mensaje que te quieren transmitir, para que “lo que te dicen” no enmascare “lo que te quieren decir”.
Pues bien, en los paseos por las ciudades o por los pueblos de España, tan rica en cultura y tradiciones, hay que practicar “la vista activa” para no perdernos nada, ni siquiera los olores.
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Y estas son, para vuestro mal, las elucubraciones de un soñador romántico que trata de disfrutar de lo que se nos ha dado y que está a nuestra disposición, quizás minusvalorado porque nos resulta gratis.
Lo que me faltó, como suele ocurrir, es alguien con quien compartir en vivo y en directo estas vivencias, aunque ¡quizás no me hubiera soportado!
Terminado en Valencia, el 8 de marzo de 2023
José Luis Martínez Ángel