Son muchas las quejas sobre la intervención, mejor la interferencia, de los políticos en la vida ciudadana, de forma que están pasando de ser los responsables de cumplir las peticiones de los votantes o sus propios programas electorales, procurando nuestro bienestar, a considerar que las parcelas geográficas que les corresponde administrar son su cortijo, y actuar según su criterio personal o su conveniencia política.
Y no les lleves la contraria ni les critiques, porque serás rojo, facha, o como quieran adjetivarte.
Todos ellos, y muy especialmente algunos de los representantes de la “nueva política”, son, cada vez más, “casta” de iluminados. Los únicos que saben lo “que nos conviene”, practicando una especie de Despotismo Ilustrado que nos devuelve al siglo XVIII, cuando se suponía que los ciudadanos no tenían suficiente nivel cultural para aportar ideas o soluciones, y eran los ilustrados, básicamente los políticos, los que decidían por ellos: “todo para el pueblo, pero sin el pueblo”.
Y, como consecuencia natural de su pretendida superioridad, nuestros ilustrados de hoy tratan de invadir todas las áreas lúdicas o culturales organizadas o gestionadas por nosotros, los mortales, para reorientarlas hacia la buena dirección. Su dirección.
En Valencia ciudad hay ejemplos evidentes como el intento de controlar la fiesta de las fallas, y la mayoría de nuestros festejos “de siempre”, incluidas las celebraciones religiosas o culturales.
No se han atrevido a meterse con la cabalgata de Reyes Magos como ocurrió en Madrid hace dos años, por ejemplo, pero han montado su alternativa, la cabalgata de las “magas”, en un intento de reescribir una historia que más nos convendría olvidar, y en un esfuerzo por destacar las supuestas maravillas del modelo republicano que, por cierto, y por mucho que lo repitan, no es, ni mucho menos, patrimonio de las izquierdas. Ni siquiera en España
Pero ese es otro tema.
Me dicen que ocurre lo mismo con las fiestas de los pueblos y en las manifestaciones populares de “toda la vida”. Es un intento tan evidente como imparable.
Y en su política de invasión y de diferenciación, era importante crear un lenguaje especial. Porque el lenguaje, según la teoría de todos los movimientos excluyentes, incluido el político, deja de ser un vehículo de comunicación, para convertirse en un diferenciador de los grupos culturales, partidistas, étnicos, o gremiales.
Es el que marca las diferencias, el que pone a algunos grupos sociales, culturales o geopolíticos por encima del resto de los ciudadanos. Y, claro, los políticos no podían ser menos.
No solo nos machacan con eufemismos innecesarios, sino que intentan confundirnos con palabras extrañas que esconden la realidad porque no definen los hechos. Los enmascaran o los desdibujan para que parezca que se dice lo que no se dice.
Olvidando que la buena práctica de la comunicación impone que el lenguaje se acomode al más simple, al menos culto, o al más débil del auditorio, para que todos entiendan lo que se está diciendo.
Dicen Emilio A. Núñez Cabezas y Susana Guerrero Salazar que “Sea como fuere, nadie puede negarle al lenguaje de nuestros políticos tres características notables, cuyo peso es mayor o menor dependiendo de la situación o la oportunidad: ambiguo, polémico y agitador. Es ambiguo por necesidad y sobre todo porque la ambigüedad es útil -ya saben: “no se han interpretado correctamente mis palabras”, “esas declaraciones están sacadas fuera de contexto”-; es polémico porque una parte notable del discurso político va dirigido contra un adversario que, de no existir, hay que inventar; es agitador porque la retórica política persigue el movimiento de los afectos, las simpatías o las antipatías. Estas tres características hacen que nos encontremos ante unos usos lingüísticos que más que informativos son incitantes; más que intelectuales, afectivos; más que instructivos, emocionantes. Ello no quiere decir que la retórica política sea, simplemente, la retórica de la emoción. Hay mucho más en el camino del lenguaje político, o de la utilización de la lengua en la comunicación política: creaciones léxicas particulares, recreaciones de otros lenguajes (el deportivo, el científico, el taurino), utilización de siglas que pasan luego al lenguaje común, cruces léxicos, incongruencias o perlas como esta: “No es bueno que no se haga lo que se dijo que se iba a hacer; pero es peor no hacer ni siquiera lo que ahora se dice que se debe hacer”, laberinto verbal que sólo las novelas de caballerías ridiculizadas por Cervantes pueden mejorar.”
Antonio Elorza dice en El País, en un artículo titulado “El lenguaje del engaño«, que “los virajes políticos se cubren con falsas evidencias, con un juego de máscaras o con ambas cosas”. Y en ese mismo artículo cita una advertencia demoledora de Cicerón sobre Catilina: “No faltan en este lugar quienes no ven los peligros inminentes, o viéndolos, hacen como si no los viesen”.
Es un lenguaje lleno de frases hechas, de citas solemnes, vengan o no vengan a cuento, y de chascarrillos simpáticos con los que eluden contestar a preguntas concretas. Para ellos, si son los responsables de la gestión, no hay crisis ni decrecimiento. Es mejor decir “crecimiento negativo” o “desaceleración transitoria”. En su vocabulario, la palabra mentira está desapareciendo en favor de la “posverdad”. Hay que cuidar lo que se dice, no para decir la verdad, sino para que sea “políticamente correcto”.
Y, como no, buscando ser diferentes, es muy importante evitar el “lenguaje sexista”, ¡qué gran banderín de enganche!, empleando términos y modos absolutamente disparatados, que se podrían calificar de infantiles si no fuera porque detrás de ellos hay un algo de perversidad y de intento de aumentar la división social, acusando de “caduco” e inapropiado el castellano tradicional.
O como si lo importante para la igualdad de género no fueran las medidas eficaces y posibles, sino emplear términos rimbombantes y proponer utopías irrealizables. Lo que ahora se llama “postureo”.
Un ejemplo evidente del comportamiento inadecuado de políticos recién nacidos al mundo de lo público, es el de Irene Montoro, de buen verbo y de una cultura general, humanista y global, muy discutible por muchos títulos universitarios que la adornen, que se atreve a emplear palabras no registradas en el diccionario, como “portavozas” y a ¡presionar a la Academia! para que se apresure a incorporar “su” vocabulario al diccionario, especialmente en el tratamiento de los genéricos, en el colmo de la zafiedad y el oportunismo, dicho sea con poco respeto.
¡La Academia! La que tiene como lema el compromiso de limpiar, fijar y dar esplendor a nuestro idioma. No voy a defender a la Academia porque no lo necesita y porque otros lo harán, y seguro que con bastante vehemencia. ¿Sabrán algunos de nuestros nuevos políticos lo que es “dar esplendor”? Y no me refiero solo a la lengua, sino a los modos, las actitudes, los comportamientos, las relaciones sociales.
¿Será cierto que la insensatez y la simpleza de miras se contagia, como las enfermedades?
Yo creo que no: Simplemente tenemos una buena cosecha de simples endiosados. Esos a los que el diccionario define como “excesivamente tonto, estúpido o lelo”. Es decir, gilipollas.
Y de gilipollos, por supuesto.