En el mundo democrático hay tres modelos fundamentales de leyes electorales:
1.- El modelo francés, con elección de presidente de la República, con una segunda vuelta si no se consigue mayoría absoluta, en la que solo participan los partidos más votados. Eso facilita el bipartidismo gubernamental porque impide la participación de los más extremos, cuyos votantes, o se abstienen en la segunda vuelta o cambian su voto a uno de los “grandes”. Una fórmula parecida, de segunda vuelta, es la que tiene el Parlamento Vasco para elegir al Lendakari.
En el caso francés hay otras elecciones para elegir a los congresistas con resultados que, en este caso, sí que deciden la composición total de la cámara con participación de todos los partidos.
A mí me parece acertado porque de esta forma se evita lo ocurrido últimamente en España: que el presidente, en este caso del gobierno, sea elegido como resultado de componendas y pactos contra natura desconocidos previamente por los electores.
Hay que recordar que, en Francia, como ocurre en Estados Unidos, el presidente de la República ejerce también las funciones de jefe de gobierno, lo que no ocurre en las otras repúblicas europeas, como Alemania o Italia, donde hay un jefe de gobierno y un presidente de la República con funciones de representación y moderación similares a los de los reyes europeos, incluido el de España.
2.- El modelo español, regido por una ley electoral, la D’Hondt, con un reparto proporcional a las poblaciones de cada autonomía y que, en resumen, nos obliga a votar listas cerradas propuestas por cada partido. Listas en las que figuran personas absolutamente desconocidas para los electores, que, a su vez, están sujetas a una férrea disciplina al partido que los propone.
En definitiva:
En España no votamos a personas, sino a partidos políticos, con el gravísimo inconveniente de que, por lo comentado anteriormente, los congresistas votan en bloque, con independencia de que lo votado favorezca o perjudique a las comunidades en las que han sido elegidos.
Según la ley, los escaños son propiedad de los congresistas que, en algunos casos, se desvinculan del partido por el que fueron elegidos, bien cambiando de partido, los famosos tránsfugas, o declarándose independientes o formando grupo parlamentario propio si llegan al mínimo exigido para poder hacerlo. Este es un tema muy controvertido y siempre rodeado de recriminaciones y de reclamaciones legales, porque los partidos “madre” siempre pretenden que renuncien al acta de congresista, cosa que casi nunca consiguen porque la ley les favorece y porque un sueldo es un sueldo, pero no deja de ser una falacia argumental, porque la mayoría de ellos, desconocidos para el votante, nunca hubieran llegado al parlamento si no hubieran formado parte de unas listas.
En España se hizo una modificación para la elección de los candidatos al Senado que permite que podamos votar a nombres y no a listas. Nombres que, por supuesto, no nacen de la iniciativa personal de los candidatos, sino que los propone un partido.
3.- El sistema de distrito único del Reino Unido, el que, con mucha diferencia me parece más democrático y transparente.
Porque cualquier británico puede presentarse libremente y por su cuenta a las elecciones al parlamento con solo conseguir unos avales de ciudadanos “de a pie”.
Los candidatos se presentan de forma individual en sus respectivas circunscripciones y resultan elegidos los que obtienen más votos, solo uno.
Por no hacerlo largo:
Los candidatos exponen, como es natural, a que partido van a apoyar o si son independientes, pero no tienen obligación de inscribirse en ninguno.
El escaño es «propiedad privada” del elegido y es el único que tiene la capacidad y la autoridad para utilizarlo como crea conveniente en función de los intereses de sus electores. Y por esta razón, los parlamentarios británicos son auténticos representantes de sus votantes, a los que siempre atienden, sobre todo porque ellos hacen mucha vida “de barrio”.
Y por eso están poco en el parlamento y mucho en su circunscripción, contactando con los ciudadanos y conociendo de primera mano los problemas de cualquier tipo que les afectan, con obligación de tener una oficina abierta para escuchar a todo aquel que quiera exponerles quejas o comentarles sugerencias en los días programados para ello.
Y por esta propiedad del escaño, en caso de que, por alguna razón, tenga que dejar el cargo, se hace una nueva elección de sus representados para elegir a un sustituto, que, solamente, mantendrá el cargo hasta las próximas elecciones generales. Es decir, allí no existen los “siguientes en la lista”.
Por todas estas razones, repito, los parlamentarios, que tienen oficinas en el edificio adjunto al del parlamento, el del Big Ben, no asisten a la sala de plenos si no se debaten temas relacionados con su circunscripción. En España y gracias a ese interés por desacreditar a los otros sistemas políticos, se suele informar de forma interesada cuando hay desavenencias en las votaciones del parlamento, presentándolas como “rebelión” al líder. Líder que, en la práctica no tienen excepto para los temas que son de interés nacional o de situaciones extremas. Así pues, si se vota una ley que favorezca a Londres y perjudique a York, por ejemplo, lo normal es que los parlamentarios de Londres de un determinado partido la apoyen y los de York la rechacen, aunque al final, como es lógico, lo que vale son las mayorías de votos.
Y si no fuera así, sus votantes los correrían a gorrazos cuando los vean en sus calles.
No como ocurre en España, donde el sistema de listas cerradas obliga a la disciplina de partido y los congresistas de Valencia, por ejemplo, pueden votar y de hecho lo hacen, leyes o propuestas que perjudiquen claramente a su comunidad. Hecho anormal, pero habitual y que hemos acabado “dando por bueno”.
Y esta es la razón del extraño aspecto que presenta el salón de sesiones del parlamento británico, con una ocupación más o menos completa de los asientos de la planta baja.
Resulta que Gran Bretaña tiene 650 parlamentarios, pero el salón de sesiones no tiene tantos asientos ni tampoco están dotados de la super tecnología de los de nuestros congresistas, lo que no resulta un grave problema porque, por lo dicho anteriormente, los congresistas acuden al parlamento en contadas ocasiones y van a lo que van. Nunca a “echar horas” escuchando a los portavoces propios o ajenos, aplaudiendo o abucheando según convenga o cuando y como les indiquen los “que mandan”.
Y, por esta razón, cuando hay debates o votaciones de interés nacional, como ocurrió con el Brexit o con la elección de Boris Johnson, por ejemplo, se ven imágenes difíciles de interpretar en España, con parlamentarios por todas partes, sentados en la planta baja o en la galería del primer piso, de pie o apoyados en cualquier columna.
Gran Bretaña, el Reino Unido, es una nación ejemplar en su modelo de organización política y en la participación real de sus ciudadanos en las decisiones de Estado. Una nación en la que, teniendo una bolsa de forofos por ideología, como ocurre en todas partes, las mayorías que eligen lo hacen más por razones prácticas que por ideológicas, de forma que los que han votado una opción vuelven a votarles si lo hacen bien o votan a la otra si lo han hecho mal.
Nación que ha tenido tan mala prensa en ocasiones anteriores, siempre muy interesada porque su modelo de democracia era el contrapunto extremo a nuestra dictadura, “la pérfida Albión” la llamaban, de igual forma que el España-Rusia de 1964, la del gol de Marcelino nos permitió comprobar que los rusos no tenían cuernos y rabo y que su portero, Yashin, “la araña negra” era un auténtico fuera de serie.
Por supuesto que es una nación de costumbres realmente extrañas para nosotros. Como la que no obliga a los votantes a demostrar su identidad cuando acuden a las urnas. Se fían de ellos. Incluso en la tarjeta electoral que reciben en su casa y que indica donde está su mesa electoral, figura la leyenda “No es necesario llevar este documento para poder votar”. Es decir: van a la mesa, saludan cortésmente a los responsables de las urnas y depositan su voto. Sin más.
¿Se imaginan lo que ocurriría en España si tuviéramos esa facilidad? Es muy posible que la mayoría de nosotros también fuéramos respetuosos con las reglas, pero ni los muy honorables políticos que nos han tocado en suerte ni los fanáticos que les siguen, seguro que no.
Gran Bretaña es una nación que basa la política en la honestidad comunal y que la protege con sistemas de control independientes que actúan con mucha eficacia y con mucha severidad. Severidad que comparte la opinión pública que castiga con dureza los comportamientos impropios de sus políticos.
Con gobiernos que no intentan, ni se le ocurriría, “ocupar” ni condicionar a la judicatura o tratar de manipular a otros estamentos de la nación. Ni en el peor de sus sueños o de sus ambiciones políticas.
Y pongo un ejemplo también incomprendido en España. Tras la votación del Brexit se demostró que en la campaña se utilizaron datos falsos que favorecían la salida. Los “anti” reclamaron una segunda votación por este motivo, pero la tradición lo impide porque la elección fue legal por muy falsos que fueran los argumentos. Y en la extraña mentalidad británica, la responsabilidad final, como ocurre en España, es del votante. Dicho en lenguaje vulgar, más o menos, se argumenta. “Fueron mentirosos, sí, pero tú, como elector tenías la obligación de haber contrastado lo que te decían y no dejarte engañar”. Es decir: hemos salido de Europa porque la mayoría así lo decidió haciendo uso de su libertad y ha sido un elección libre y soberana.
Y la imagen de los jóvenes ingleses o de los culligan que se comportan de forma indebida en Magaluf o en cualquier ciudad española donde juegue un equipo ingles se debe, en parte, a que el ambiente que encuentran en España es mucho más favorable al desmadre al que les rodea en Gran Bretaña.
Por cierto: absténganse los que me van a contar historias o historietas de los “ingleses” en tiempos pasados. Todas las naciones las han tenido y yo me refiero, exclusivamente, a los tiempos actuales.
Aclarar que, en Gran Bretaña, como en España y a diferencia de Francia, es el parlamento el que elige al presidente.
Una nación a la que viajé con muchas prevenciones por primera vez hace muchos años y que no tardó en enamorarme como ejemplo de nación honorable y muy organizada social y políticamente. Una nación culta, en la que todos sus museos eran gratuitos y en la que descubrí una red de transporte público de autobuses, metro y ferrocarriles realmente sorprendentes y en la que nunca, jamás, ni dejaron de atenderme cuando lo solicité, ni tuve el más mínimo incidente en las muchas veces que he viajado con mi familia.
¿Qué son “raros”? ahora menos, pero claro que sí, tan raros que circulan por la izquierda. Pero ya me daría con un canto en los dientes si nosotros tuviéramos muchas de sus “rarezas”