No son los jueces, son las leyes.

Últimamente está calando en la opinión pública un supuesto caos en la judicatura por las diferencias de criterio de los jueces al dictar sentencias en casos aparentemente iguales, especialmente en lo que se refiere a las medidas a tomar para proteger la salud pública. Y no es así. El problema no está en los jueces, sino en las leyes, o más bien, en la falta de ellas.

Porque los jueces, aunque tienen una cierta libertad para decidir según su criterio atendiendo a las circunstancias de cada caso, no tienen ninguna capacidad para dictar sentencias fuera del marco de la ley y en estos casos ni tienen legislación, ni precedentes a los que acogerse.

Y como donde hay más desavenencias es en el hecho de respaldar o no las decisiones de los gobiernos autonómicos sobre toques de queda u otras limitaciones que afectan a las libertades individuales de los españoles, a eso quiero referirme.

Aunque, como previa, quiero recordar que las leyes las promulga el Legislativo, las Cortes Españolas, casi siempre a propuesta del Ejecutivo, el gobierno. Hay otras formas, pero son excepcionales y no vienen al caso.

Y los mecanismos previstos son, que el gobierno presente una propuesta de ley al Legislativo, que debe ser aprobada por la mayoría de la Cámara, aunque en caso de emergencia, como ha ocurrido recientemente con la pandemia, puede utilizar la fórmula excepcional de los decreto-ley, que entran en vigor desde el momento en que se publican en el BOE sin necesidad de la aprobación previa de las Cortes, aunque posteriormente también deben pasar por los trámites habituales y ser aprobados por el parlamento.

Pues bien, sabemos que la Constitución Española es especialmente cuidadosa en defender las libertades individuales de los ciudadanos, por lo que solo permite vulnerarlas de forma grupal o colectiva si se decreta el estado de alerta o el de excepción, estados que únicamente puede declarar el gobierno de la nación en casos especialmente graves y urgentes.

La pandemia fue un caso de especial gravedad, pero provocada por un hecho totalmente imprevisto en nuestra nación y en ninguna otra del mundo, porque nunca se había dado una situación de alarma extrema que no fuera por una guerra o un cataclismo natural de gran intensidad: terremotos, grandes inundaciones o catástrofes similares, situaciones en las que el gobierno tenía la autoridad suficiente para suspender libertades individuales de forma inmediata porque estaba en juego la seguridad o la defensa de los ciudadanos.

Pero, repito, con la aparición del COVID19 nos encontramos con una situación absolutamente nueva, por lo que urgía rellenar ese vació legal elaborando leyes que permitieran al gobierno central o a las autonomías tomar determinadas medidas condicionadas a cada circunstancia. Y era sí porque los dos estados que permiten limitar las libertades individuales, alarma o excepción, afectan a todos los españoles cuando, tratándose de amenazas contra la salud, podría no ser necesario utilizarlos.

Y pongo un ejemplo hipotético: si el coronavirus solo hubiera afectado a Galicia, no tendría ningún sentido confinar de entrada a toda la nación por un brote tan localizado y aparentemente fácil de controlar.  Y siguiendo con el supuesto, parece más lógico que las autoridades de esa comunidad, que tiene transferida la sanidad, pudieran aplicar medidas mucho más concretas en según qué puntos y en qué circunstancias.

Pues bien, consensuar una ley de alarmas sanitarias fue una propuesta del PP que contó con el apoyo de Ciudadanos y de VOX, planteada desde el primer momento, en la misma sesión en la que se aprobó el primer estado de excepción y con la que el gobierno se mostró de acuerdo. Pero en este caso, como en tantos otros temas y por razones políticas desconocidas para mí, no ha hecho absolutamente nada y estamos exactamente como estábamos.

Es decir, que solo el gobierno de la nación de forma general y los jueces en cada caso particular, pueden suspender los derechos individuales de los ciudadanos, por lo que cualquier particular o determinados colectivos pueden recurrir un decreto autonómico y conseguir que, según los casos, un juez anule lo ordenado por la comunidad afectada. Exactamente lo que está ocurriendo.

Porque el gobierno tuvo la desfachatez de quitarse de en medio y decir que las autonomías tenían suficientes herramientas para combatir la pandemia y que, en último extremo, podrían recurrir a la justicia. Y se atrevió a decir que el Tribunal Supremo debería unificar criterios sobre anulaciones o no de las suspensiones de derechos, sabiendo como sabe, que eso es casi imposible porque, en principio, las libertades son individuales y es muy complicado ampliar su supresión a colectivos.

Dando la falsa impresión de que el Supremo es una especie de comité de árbitros de fútbol decidiendo que tipo de manos en el área son o no son penalti, e ignorando que cada juez tiene garantizada la independencia y las garantías suficientes para juzgar según su criterio y tomando la decisión más adecuada a cada caso.

Los jueces solo pueden decretar la supresión de derechos a un colectivo si pueden justificar que todo el colectivo es un peligro público, o porque, como está sucediendo, el riesgo de infección a un determinado colectivo o a una determinada localidad, justifica sacrificar las libertades de una mayoría de inocentes para protegerlos de una minoría de contaminantes especialmente peligrosos.

Por lo que respaldar o no una decisión autonómica dependerá casi exclusivamente del tanto por cien de cada una de las partes y de si el entorno urbano facilita más o menos la propagación. Y de ahí las decisiones tan contradictorias

Los españoles deben saber que los jueces no pueden tomar decisiones por criterios políticos, “curándose en salud” como se dice habitualmente y lo cierto es que en la historia de nuestra democracia parece que muy pocos lo están haciendo. Ellos tienen una balanza que les obliga a sentenciar de forma desapasionada en función de las pruebas, que en este caso serán, supongo, los informes de profesionales de la salud, sin ninguna obligación de considerar las consecuencias sociales o políticas de la sentencia.

Y esta falta de legislación de protección a la salud deja cada caso a criterio del juez al que recurran y provoca situaciones tan disparatadas como que se permita el hecho de que un empleado de residencias de mayores o de la salud, no tenga obligación de vacunarse para acudir a su puesto de trabajo. Derecho que le acaba de reconocer el Supremo porque, efectivamente y según la ley, una empresa o una institución no puede conculcar los derechos individuales de un empleado. Totalmente absurdo en este caso, pero es lo que hay.

Incluso se está cuestionando si entra en la letra de la Constitución la obligación de demostrar a un funcionario de aeropuertos o de cualquier otro estamento, si estamos o no vacunados o si nos hemos hecho o no una PCR.

¿Y los jueces? En mi opinión es razonable y natural que cada juez determine medidas diferentes en cada caso porque, lamentablemente y como he dicho antes, ante la falta de una ley de emergencias sanitarias, debe mantener como prioridad las libertades individuales y es realmente complicado conseguir un justo equilibrio entre la defensa de la salud pública, que no es su cometido fundamental, aunque lo asuman, y limitar libertades.

Por poner ejemplos a mi aire porque no soy experto en estos temas, me figuro que un juez puede decretar el cierre de una planta química si se producen fugas que puedan afectar a la salud de una comunidad, o puede apoyar unas medidas sanitarias aplicadas al número de ciudadanos que se pueden sentar en la mesa de un bar, porque de hecho no prohíbe la entrada al establecimiento y lo de sentarse en una mesa u otra parece hilar demasiado fino.

O supongo que podrá apoyar que la autoridad autonómica decrete un toque de queda si el porcentaje de contagiados pasa de un determinado tanto por cien, aplicando el criterio comentado anteriormente de que suspender derechos a muchos es una forma de proteger la salud de estos “muchos”.

Pero me figuro que no aprobarán un confinamiento si se lo piden por el hecho de que se convoquen botellones, porque lo lógico es que recuerde a las autoridades que son ellos los que tienen la obligación de evitar concentraciones de cualquier tipo y la venta de alcohol a determinadas horas.

Lo que si se, sin ningún género de dudas, es que este gobierno ha perdido la oportunidad de elaborar una ley de emergencias sanitarias pactada con la oposición que permita mucha más agilidad y concreción para que se tomen las medidas apropiadas en los lugares necesarios. Ley que se podría haber apuntado como un gran paso en el progreso y la modernidad de la nación.

¿Por qué no lo ha hecho? Tampoco lo sé. Pero puede que en este marasmo provocado por los líos de las identidades sexuales, de las ambigüedades de la ley de enseñanza, o de la defensa de derechos tan fuera de lugar como que las mujeres puedan ir a sus casas borrachas y solas sin correr ningún riesgo, o de mantener una ley del menor que permite que un joven pueda violar o matar a esa mujer que va sola y borracha a casa, o a un varón, también solo y borracho, si quiere hacerle daño por hacerlo o para robarle el reloj y la cartera sin que le pase prácticamente nada, no se ha decidido porque políticamente no puede hacerlo.

Quizás porque los independentistas catalanes le han dicho que no quieren saber nada de nuevas leyes estatales, quizás porque lo había pedido la oposición, quizás porque Podemos hubiera intentado aprovechar la oportunidad tratando de meter en el paquete más supuestos cargados de ideología absurda, o, simplemente, porque le tiene miedo al parlamento. Tampoco lo sé.

Pero lo que es cierto es que ha perdido la gran oportunidad de favorecer a los españoles y de ponerse la medalla de haberla sacado adelante. Porque al final y desde el punto de vista de la historia, es lo que cuenta.

Y pongo un ejemplo: La Segunda República, en su primer trienio, el único bueno, acabó con esa absurda ley que determinaba que los arqueólogos eran propietarios de lo que descubrían, propiedad que compartían con los dueños de los terrenos, decidiendo que lo descubierto fuera de interés público

Inexplicable ley que tantos disgustos causó a nuestro tozudo e impulsivo Padre Belda, el gran arqueólogo bocairentino que no respetaba ni leyes ni propiedades y entraba “de furtivo” en tierras privadas, descubriendo importantísimos yacimientos y coleccionando denuncias y reprimendas hasta de su propio obispado.

Esa, repito, fue una gran ley que figura en el haber de la Segunda República y nadie recordará si fue a iniciativa del propio gobierno o de la oposición.

Pero eso sería hacer política. Lo que prima hoy es ganar tiempo aparentando cambiar muchas cosas para que nada cambie y nuestro insigne presidente, el que se quiere presentar como el paladín que venció a la pandemia, cuando ni consiguió las vacunas ni nos las inyecto, porque lo hicieron las autonomías y que solo aparece en público, o en plasma, cuando hay buenas noticias, continúe en la Moncloa.

Las mentiras y los falsos agravios del nacionalismo catalán.

Un amigo cuestiona uno de mis comentarios que trataba sobre el problema actual que tenemos con Cataluña y las reuniones bilaterales “entre los gobiernos de España y de Cataluña”, según afirmó la ministra portavoz, diciendo que es mejor hacer algo, aunque sea arriesgado. Concretamente que “Ante un problema del calibre del independentismo un gobierno del Estado no puede hacer el don Tancredo.

En un par de años podremos valorar lo que ahora se gestiona.

Si aumenta la desafección de los catalanes a España entonces reconoceré que era mejor seguir haciendo el don Tancredo. Si disminuye entonces Sánchez acertó

Y yo le decía que no estaba de acuerdo y lo desarrollo en este texto, lamentablemente largo, pero es que un asunto tan grave no se puede despachar con frases hechas o con titulares. O al menos yo no soy capaz.

E insisto en que lo que ha ocurrido en Cataluña es otro ejemplo, como el del País Vasco, de una historia, no ya tergiversada, sino totalmente inventada.

No me remonto a los orígenes de la leyenda histórica, recalco lo de leyenda, porque me quiero ceñir a nuestra era democrática, cuando Jordi Pujol, al descubrirse el tinglado que montó su padre en Banca Catalana, el que supuso para el Estado un rescate, el primero de la transición, de 345.000 millones de pesetas, decidió defenderse atacando al gobierno y chantajeándole con romper la convivencia y poner palos en las ruedas de la reciente democracia.

Cosa que Tarradellas, al que odiaba profundamente, nunca hubiera hecho.

Y fue durante el gobierno de Felipe González, cuando el “molt honorable”, quien conociendo perfectamente las trapacerías de su padre e incluso beneficiándose personalmente de ellas, salió al balcón de la Generalitat para decir, por primera vez, que “meterse con él” era atacar a Cataluña.  

Y con esa frase proclamó “el estado soy yo” en que convirtió Cataluña y que he comentado otras veces, porque afirmó con rotundidad que el gobierno, al intentar aclarar y sancionar lo ocurrido con la banca de papá, había hecho “una jugada indigna contra Cataluña

Conociendo a Felipe González, me figuro que tanto él como Fernando Ledesma, su ministro de justicia, hombre serio y con mentalidad de Estado, tendrían razones muy importantes para no seguir adelante con la querella y optar por el rescate. Eran tiempos de debilidad porque acabábamos de estrenar la democracia y todavía quedaban muchos cabos por atar.

Y desde entonces, las relaciones de los gobiernos con la Generalitat han sido muy sencillas: yo te saco de apuros a nivel nacional y tú me das a cambio dinero y competencias. Incluido el del muy íntegro presidente Aznar, el que hablaba catalán en la intimidad.

Y precisamente esa es la razón del odio que les suscitaba Rajoy. Porque fue el primer presidente democrático que se negó a negociar con los catalanes por separado y trató a esa autonomía como a todas las demás.

Odio que vino como anillo al dedo al presidente Sánchez en sus intereses políticos. Odio, o quizás análisis frio de las posibilidades, compartido por el PNV, los traidores de la trama, que tampoco sacaron nada importante del muy bajo reactivo registrador de la propiedad que nos gobernaba. Él sí que hizo de Don Tancredo porque no se dejó influir, pero tampoco actuó con la severidad institucional que le obligaba el cargo hasta que no tuvo más remedio.

Así que, de lo que se dice, nada de nada. Los gobiernos españoles de la democracia nunca han maltratado, ni de lejos, a Cataluña y a las pruebas me remito: Se les dotó con las mejores estructuras de su época, se les permitió emplear parte del dinero de las transferencias, el que sale de nuestros impuestos, para financiar una red de comunicaciones en radio, televisión y prensa escrita superior, muy superior, a la de cualquier otra autonomía.

Medios que se ha pasado todos estos años machacando a su población con sus “España nos roba” y sus falsos agravios en voz de las “Pilar, Pilor, Piler Rahola” de turno. Esos agravios que nunca jamás existieron.

¿Recuerda alguien la enorme, la gigantesca inversión que supuso para Barcelona la olimpiada de 1992, que permitió un cambio de estructuras monumental, nunca conocido en España, con los túneles de Vallvidrera o de Sitges, las rondas norte y sur, la mejora del puerto y de las comunicaciones por tren y carretera?

Desde luego en TV3 no. En ese tema, como en tantos otros, han aplicado su particular memoria histórica

Cataluña fue la primera comunidad que tuvo una importante red de autopistas, aunque ellos decidieron que fueran “de pago”.

Tiene la policía autonómica más potente y mejor dotada de las del resto de las comunidades, pagada, por cierto, por el Ministerio del interior del Estado Español, porque es de quién dependen todas las fuerzas de seguridad. El cambalache es que el ministerio trasfiere el dinero a la comunidad y es su consejero de interior el que establece la cuantía de las nóminas. Cuantía a la que está haciendo frente el ministerio, le gusten o no le gusten.

Espero que esta cantidad se descuente de las transferencias que corresponden a Cataluña en el reparto que hace el gobierno en los presupuestos. Aunque, ahora que lo pienso y perdonen el sarcasmo, seguro que no es así, porque todo es muy legal. El gobierno despliega en toda la nación las fuerzas de seguridad que comanda directamente, fundamentalmente Policía Nacional y Guardia Civil, a las que paga directamente y trasfiere el dinero de las “otras” fuerzas de orden a las autonomías que tienen policías propias, País Vasco y Cataluña, para que sean ellos quién lo hagan llegar a sus funcionarios del orden, Mossos y Ertzainas.

Y es pura casualidad, seguro que sí, que estas fuerzas que, insisto, dependen orgánicamente del ministerio del interior, con salarios fijados por los consejeros de las autonomías, cobren más que las que controla directamente el propio ministerio.

Cataluña es una autonomía que desoye sistemáticamente las sentencias de los tribunales, incluidas las advertencias del Constitucional, y que se salta a la torera lo establecido en las leyes de educación, con unos gobernantes mentirosos que hacen suyos sin perder la vergüenza a personajes históricos como Cristóbal Colón, Galileo Galilei, Cervantes, Mozart, Beethoven, Marco Polo y a todos aquellos que consideran buenos para el prestigio de la causa. A nosotros nos han incautado a Ausias March, las fallas y hasta la paella, con el simple truco de inventarse unos “Paisos Catalans” que nunca han existido ni histórica ni políticamente, apoyándose en la similitud de nuestras lenguas, todas ellas de tronco común.

Y no quiero entrar en el terreno pantanoso de decir que es la misma, ni tampoco de negarlo, porque para mí las lenguas son herramientas para comunicarme con otras personas y no un arma política disgregadora.

En fin, ¿para que seguir? Este es un boceto de la situación de menosprecio y sumisión en la que el Estado Español mantiene a Cataluña, a sus instituciones y al pueblo catalán. ¡Para mí lo quisiera! Con otros gobernantes, por supuesto.

Y que se escudan en una falsedad democrática, como es decir que ellos solo responden ante el pueblo que les ha votado. Primero porque no son un estado soberano y si entraron en las listas electorales autonómicas fue al amparo de la Constitución que ahora niegan y segundo porque el voto catalán está muy mediatizado por el bombardeo de los medios de comunicación afines al independentismo y por el temor personal de muchos catalanes que no quieren que se sepa que “no son” de su cuerda.

No tanto, pero parecido a lo que ocurre en Venezuela. Y si no llegan a ese extremo seguramente es porque no se atreven por temor a las instituciones del Estado.

La historia reciente de la muy hermosa Cataluña que, por otra parte, tiene otra, la real, muy merecedora de ser conocida sin borrones históricos ni falsos agravios de fueros perdidos, es un auténtico desastre de gestión y de destrucción de la convivencia, no solo con España, sino entre ellos mismos.

Porque sí que existió una gran Cataluña, adelantada y con influencia en los reinos de España, como la de Ramón Berenguer IV, Conde de Barcelona, al que Ramiro Primero “el Monje” valoró como hombre de tan alto nivel que negoció su boda con su heredera, Doña Petronila, cuando quiso retirarse a un monasterio, convirtiéndole en Rey consorte del Reino de Aragón.

Comunidad con una historia reciente hecha trizas a beneficio de unos pocos y en la que han involucrado al pueblo catalán.

Dicho todo lo anterior ¿hay alguien que pueda decirme en que han ofendido, oprimido o sojuzgado a los catalanes los gobiernos nacionales o el resto de los españoles? No vale decir el socorrido agravio de que Franco no dejaba hablar catalán porque tampoco dejaba hablar valenciano, ni bable, ni ninguna lengua nativa ajena al castellano.

Y porque me refiero al periodo democrático, en nuestros tiempos. Porque si vamos a buscar agravios de tiempos pasados, no hay tinta, ni tóner, ni papel suficiente para relatar lo que algunos hicieron a muchos, especialmente a los plebeyos, los pertenecientes a la plebe, lo que no sabían quién reinaba en su reino ni en el reino de al lado y que solo tenían derecho a hacer lo que se les decía y a recibir lo que se les quisiera dar. ¿O no era eso lo que los señores catalanes hacían a sus vasallos, como lo hacían los señores feudales de todos los reinos?

Me gustaría conocer casos concretos que no sean negarles lo que piden. Porque, permíteme la broma, “parece que les ha hecho la boca un fraile”, que se decía en la España de mi juventud. Auténticos “niños de teta”

Me refiero a los nacionalistas, naturalmente, no a todos los catalanes entre los que tengo grades amigos, aunque algunos de ellos y en contra de sus deseos, ya no viven en Cataluña.

Valencia, cuatro de agosto de 2020