El molesto tañido de las campanas

Ayer domingo estaba en la Plaza del Ayuntamiento a las 12 del mediodía y tuve ocasión de escuchar el recién restaurado carrillón del reloj de Ayuntamiento. Puedo asegurar que las melodías anteriores y posteriores a las horas suenan muy fuertes, posiblemente más fuerte que las campanas de San Nicolás. Y me parece bien.

Algunas puntualizaciones: Ni los carrillones ni las campanas son «ruidos». Son notas musicales. Y Valencia es ciudad de tracas, “mascletás”, botellones y similares. ¿Solo molesta el tañido de unas campanas que suenan a las 9 de la mañana, a las doce y media y a las ocho de la tarde? Dicen que es por la denuncia de un vecino ¡qué casualidad!

Por cierto, una de «cultureta». Por lo que sé, en la Valencia de las murallas, las puertas de la ciudad se cerraban a las 8 de la tarde, cuando sonaba el toque de Ángelus en las iglesias. Ese Ángelus sobreentendido en los hermosos versos dedicados a la Virgen de los Desamparados, que en una de sus estrofas dice:

Allà tard cap al ponent, quan mor el dia,
les campanes van dient: Ave Maria
.”

Y la Iglesia de San Nicolás, probablemente del siglo XIII, está allí mucho antes que los «modernos» partidos políticos que se preocupan tanto por el vecindario, bastante menos si se trata de botellones de barrio, dicho sea de paso.

Y hasta es posible que en este caso, el del botellón, sigan sin ruborizarse los consejos de uno de tantos refranes con trasfondo religioso del refranero español: “Al que Dios se la dé, San Pedro se la bendiga”. Aunque sea en horas, esas sí, destinadas al descanso de los vecinos.

Y sus campanas, como las del resto de las iglesias, llevan siglos avisando a los valencianos de que comenzaban los cultos, había fallecido un vecino, se había producido un incendio o algún otra catástrofe, o que habían «moros en la costa» de cualquier tipo y condición.

Y todas las campanas, incluidas las de los pueblos y ciudades de toda la comunidad, han merecido, hasta ahora, una gran atención cultural, comenzando por las asociaciones de campaneros, que las tratan con mimo, han ayudado a restaurar muchas de ellas, y disfrutan y nos hacen disfrutar con los conciertos que organizan con bastante frecuencia. ¡Bien por ellos! y mal por los oportunistas de la nueva cultura que redescubren América cada mañana.

Espero que haya suficiente reacción para que nuestros legisladores municipales se lo piensen dos veces.

La maldición de la lengua valenciana – ¿Por qué somos tan especiales?

¿Alguno de mis escasos lectores tiene información de lenguas “conflictivas” en algún lugar del mundo? Ilústrenme, por favor. Puede que exista alguna, pero yo no la conozco.

Las grandes lenguas de la mayor parte de Europa, el castellano por ejemplo, nacieron como lengua romance, seguramente por una vulgarización del latín, que se hizo fuerte porque se habló y se escribió desde sus primeros tiempos.

Porque es lógico suponer que cuando el monje de San Millán de la Cogolla anotó sus “Glosas Emilianenses” en el códice latino, en el que ya se habían manuscrito comentarios en otros idiomas, es porque hablaba esta lengua romance que parece ser el primer texto escrito en castellano.

Y la única explicación de que una lengua del pueblo llano saliera de la Castilla profunda es que todas las capas sociales, los analfabetos y los instruidos, la utilizaban. Y que no encontró enemigos naturales ni puristas que dificultaran su expansión. Y que la utilizaron hablando y escribiendo, en buena compaña con el latín clásico que seguían aprendiendo y practicando los más ilustrados de la época y de las siguientes décadas, porque era el idioma universal de la Europa culta.

Desde entonces el castellano se expandió por España y por “las Españas”, sufriendo una importante evolución y ramificándose en “otras formas” de hablarlo, bien por el aislamiento de algunas comarcas y/o, sobre todo, por su exportación a las colonias españolas de ultramar.

Y aceptó la ambivalencia de llamarse “Castellano” o “Español”, como ahora se le conoce.

Pero toda esta diáspora nunca originó guerras entre castellanoparlantes, en parta porque ya en el año 1713 Juan Manuel Fernández Pacheco y Zúñiga, Marqués de Villena, fundo la Real Academia Española, a la que definió como “institución con personalidad jurídica propia que tiene como misión principal velar por que los cambios que experimente la lengua española en su constante adaptación a las necesidades de sus hablantes no quiebren la esencial unidad que mantiene en todo el ámbito hispánico.

Repito su razón de ser: “…en su constante adaptación a las necesidades de sus hablantes”. Es decir, los fundadores de la Academia no la concibieron como corsé, sino como facilitadora de las comunicaciones entre los castellanoparlantes.

Y tuvieron la lucidez de entender que las diferencias de expresión, que eran inevitables, no suponía una amenaza para el castellano. Todo lo contrario; le enriquecían.

Y por esta razón, las nuevas expresiones surgidas de la evolución propia en los diferentes lugares, se fueran incorporando como voces al diccionario. Y entendemos que, en lingüística, “voz”, palabra, o vocablo, es “Sonido o conjunto de sonidos articulados que tienen un significado en la lengua”.

Insisto en mi argumento anterior: el castellano, como otras grande lenguas que se mantienen en el mundo, tuvo la suerte de que la gente más preparada, en sus orígenes, lo utilizaron como lo que es: elemento de comunicación humana, y soporte de la cultura.

Y que nadie, ni ellos ni los que les sucedieron, pretendieron usarlo como herramienta política diferenciadora. Todo lo contrario. Para evitar problemas de personalismos o de prepotencias centralistas, se fundaron academias locales, integradas en una Asociación de academias.

Esta Asociación la integran Academias de Colombia, Ecuador, México, El Salvador, Venezuela, Chile, Perú, Guatemala, Costa Rica, Filipinas, Panamá, Cuba, Paraguay, Bolivia, República Dominicana, Nicaragua, Argentina, Uruguay, Honduras, Puerto Rico, Estados Unidos desde 1980 y Guinea Ecuatorial desde 2013.

Estas son las que tienen autoridad sobre el idioma, pero también existen otras Asociaciones en Alemania, Argentina, Austria, Bélgica, Benelux, Benín, Brasil, Camerún, Canadá, y hasta un total de 46 países de los cinco continentes, terminando en Ucrania, que, sin tener poder ni magisterio sobre el idioma, cuidan de su pureza siguiendo los dictados de las Academias.

Y, ¿qué ocurre y ocurrió con nuestro idioma valenciano-catalán-mallorquín?

Que estando totalmente de acuerdo en que el valenciano y el resto de variantes de la lengua romance de Occitania y del arco mediterráneo tienen el mismo tronco, hace mucho tiempo que cada una de las comunidades que lo hablan se arroga la titularidad de sus peculiaridades como “su propio idioma”. Diferenciado de los demás.

Y lo hacen porque pretenden usarlo como arma política de influencia. Y así discuten lo que es imposible de discutir basándose en hechos circunstanciales en lugar de confluir en los orígenes: que si el siglo de oro valenciano es anterior al de Cataluña, que si la “renaixença” de tal sitio fue anterior a la otra…

Los del norte se adjudican como “cultura catalana” todo lo históricamente bueno “del paisos”. Una parte del sur cava trincheras marcando diferencias con el norte mientras que la otra, ambas bien representadas por “élites culturales”, dice que el idioma del norte y del sur son lo mismo, o casi. Y mientras, los habitantes de las Baleares se aproximan más al catalán aunque tengan muchas más diferencias gramaticales y fonéticas con el idioma de Cataluña que el mismo valenciano.

Y digo “idioma de Cataluña” porque, en mi opinión, ese es el origen del problema.

Este idioma dulce y lleno de matices que se habla en algunos departamentos franceses, en parte del arco mediterráneo español, y que se habló en muchas otras partes del mediterráneo, incluyendo zonas de Italia, el idioma en que hicimos amigos y nos enamoramos, nunca debió llamarse catalán si no era para definir una de sus variantes.

Y una vez así denominado, para su mal, nadie debió tergiversar la historia para hacer ver que ellos, los catalanes, son cuna del idioma y que, siendo cuna del idioma, son centro, eje, origen, y cabeza de toda una cultura que, naturalmente, deben liderar.

Falsos silogismos encadenados. Mentiras políticas que están perjudicando gravemente al propio idioma.

Porque el idioma catalán, entendido como base de la llamada “cultura catalana”, tiene connotaciones políticas-geográficas que trascienden, con mucho, a la propia lengua. Naturalmente esta afirmación provoca una reacción en el resto de territorios político-geográficos que, entre otras cosas, buscan desesperadamente diferencias en los usos para justificar que cada uno de “ellos” tiene otra lengua. Que son “otros”.

Y no lo hacen para evitar ser absorbidos por la propia lengua. Lo hacen para evitar formar parte, basándose en una supuesta uniformidad lingüística, de unos imaginarios países catalanes, con capital en Barcelona. ¡Pobre lengua valenciana manipulada desde siempre por políticos y otros interesados!

La consecuencia es que hoy en día nos encontramos con que todos los ilustrados académicos que deberían engrandecer la “llengua comú”, en nuestro caso en su versión valenciana, están montados en sus respectivos burros, y se lanzan diatribas los unos a los otros enfrentando a una población que debería estar disfrutando de igual manera de las obras de cualquiera que hable, escriba, o cante en esta lengua en cualquier rincón de su zona de influencia.

Para mayor abundamiento, en esta comunidad de nuestros amores, los muy eruditos defienden a capa y espada la fragmentación en dos “normas” fundamentales: La de Castelló y la del Puig.

¿Se le ocurre a alguien discutir con otros castellanoparlantes de cualquier país porque utilizan voces como cuartos, moneda, plata, pasta, guita, efectivo, u otras expresiones para expresar la palabra “dinero”?

Aquí sí. Aquí somos capaces de afear conductas, hasta la crispación, si alguien dice “tarda” en lugar de “vesprada”, “nois” en lugar de “chics”, o “petit” en lugar de “menut”, pongo por ejemplo. ¡Lástima de recursos y de energías que se debían utilizar en causas más convenientes!

Y llegados a este punto, la mayoría de los valencianos no querrán que el idioma se llame catalán, ningún catalán querrá que se llame valenciano y los mallorquines, como el resto, también estarán divididos entre llamarlo catalán y mallorquín.

La única solución, y espero que no pasen tres generaciones más, es que se separe el idioma de la política, ¡maldita política que mete las zarpas donde no debe!, que le definan como lengua común de todos los territorios que la hablan, que integren todas las voces conocidas y registradas como propias en cualquiera de las “normas” en un primer diccionario, único y común, de palabras y acepciones, y que dejen, como es el caso del castellano, que sea el pueblo y los escritores los que refuercen las voces existentes, o añadan nuevas palabras por su uso.

No se mantengan en sus trece, por favor. Abandonen toda esperanza de ganar esta guerra de guerrillas, o de retrotraernos en el tiempo hasta recuperar la ortodoxia de cualquiera de sus “idiomas” particulares. Dejen que el pueblo hable como habla, como quiera hablar, sin forzar vocabularios.

Pretender que todos hablemos y escribamos la lengua común en una sola de sus diversas formas “cultas y verdaderas” sería un viaje al pasado. Como pretender que todos habláramos el castellano de Cervantes.

Y no se rasguen las vestiduras ni anatemicen si escriben o escribimos en cualquiera de los giros contemplados en ese hipotético primer diccionario de la “lengua romance de Occitania, (¿la lemosina?), también llamada catalán, valenciano y mallorquín”.

Y si los políticos quieren hablar de pactos, de alianzas o de acuerdos interterritoriales, dejen en paz al idioma, por favor. La política para los políticos y el idioma para el pueblo, que es su verdadero propietario.

Soy consciente de que hoy por hoy es totalmente imposible ningún acuerdo, pero si no se avanza en esa dirección, será el fracaso de nuestra cultura. La extraordinaria cultura que ha generado miles de escritores en todos los tiempos y de todos los rincones de la España mediterránea que hablan, escriben y se relacionan en catalán, valenciano o mallorquín en todas sus modalidades, desde la frontera común con Aragón, hasta las profundidades de la Vall d’Albaida, en la montaña valenciana.

Y la razón de este escrito es que los pasos que están dando los responsables de la cultura en el gobierno de la Generalitat Valenciana, y los responsables de las “academias” valencianas no siguen una dirección integradora que facilite la solución del conflicto. Más bien todo lo contrario.

Y, como decía en otro escrito “Alguien pensará: ¡que dice este si no es valenciano! Sí que lo soy culturalmente y por voluntad propia pero, sobre todo, deseo lo mejor para esta tierra y esta cultura. Tanto, al menos, como el que más lo desea“.

También decía que: “escribo en castellano porque es la lengua en la que me enseñaron a escribir y la lengua que nutrió mis escasos saberes…”

“..también ha sido el idioma en el que he desarrollado toda mi actividad laboral. Por esta razón es este es el “idioma de mi escritura” y en el que pienso cuando escribo.

Sin embargo la práctica totalidad de mi comunicación oral hasta los 18 años se desarrolló en valenciano, por lo que esta es mi verdadera lengua vehicular. El castellano fue mi legua de asimilar conocimientos. El valenciano la de transmitir y escuchar, la de jugar, la de compartir vivencias y sentimientos.

Hoy mismo leo un titular en el periódico “Las Provincias” que dice: “El TSJ de Madrid ordena al Estado aclarar si valenciano y catalán son lenguas distintas”. ¿Alguien puede entender que se haya llegado a estos extremos?

En una escena del genial Quino, Mafalda circulaba por la calle y también lo hacía una pareja de personas mayores que, al ver a un joven vestido de hippy, exclamaban: “Esto es el acabose”. A lo que ella contestaba: “No. Esto es el continuose del empezose de ustedes

Un “contiuose” casi imposible de parar. Hay en juego demasiado intereses y vanidades personales.

Las lenguas regionales y el bilingüismo. “La nostra llengua valenciana”

Estamos próximos a conmemorar el 150 aniversario del nacimiento de Vicente Blasco Ibáñez, personaje controvertido y genial, tan difícil de entender en su faceta humana como reconocido mundialmente por su obra literaria.

Blasco Ibáñez fue uno de los pocos escritores que se enriqueció escribiendo aunque algunos de sus colegas de la época le acusaron de bajo nivel literario, posiblemente por desavenencias con muchos de ellos, por lo que no formó parte de la generación del 98.

Lo cierto es que escribió novelas de casi todos los géneros conocidos: costumbristas de ambiente valenciano, históricas, sociales, de aventuras, sobre la guerra mundial, sobre América, de viajes, etc., todas ellas en castellano.

Y, como ocurre con muchos otros genios, tuvo una personalidad arrolladora, imposible de entender y, mucho menos, de asimilar: inquieto, polémico, populista, romántico en ocasiones, despiadado literalmente en otras, republicano, anticlerical, amado por muchos y discutido por otros tantos.

Pero hay dos hechos importantes a considerar en la biografía de Blasco Ibáñez:

• Prácticamente la totalidad de su obra, incluidos los temas valencianos, los escribió en castellano.

• Algunos de sus biógrafos dicen que hablaba valenciano, y de hecho fue en esta lengua en la que publicó algún relato corto para el almanaque de la sociedad Lo Rat Penat.

En el diario Las Provincias del 31.12.2016 aparece un artículo corto titulado “Volver a la lengua en la que Blasco pensaba”, en el que se anuncia la edición en lengua valenciana de “La Barraca”, muy bien traducida del castellano por Vicent Satorres, y la presentan como escrita “en la lengua en la que pensaba el autor, el valenciano”.

Primera consideración: Naturalmente no estoy en condiciones de asegurar en que lengua pensaba el escritor pero, por mi propia situación, parece difícil que fuera bilingüe total, entendiendo por bilingüe el que cuando habla un idioma “piensa” en ese mismo idioma. Sin traducir.

Me explico: una cosa es la escritura y otra los mecanismos del habla humana. Yo mismo, por ejemplo, soy hijo de padres castellanoparlantes y recibí una educación castellana porque era lo “oficial” en mi infancia. Pero al mismo tiempo me comunicaba con mis semejantes, niños y mayores, en lengua valenciana, por lo desarrollé un mecanismo bastante común entre los bilingües de mi época:

Escribo en castellano porque es la lengua en la que me enseñaron a escribir y la lengua que nutrió mis escasos saberes. En mi infancia y mi juventud casi todo lo editado, empezando por las novelas de aventuras, los TBO’s, las novelas “más serias” y los libros de texto estaban en castellano. También ha sido el idioma en el que he desarrollado toda mi actividad laboral. Por esta razón es este es el “idioma de mi escritura” y en el que pienso cuando escribo.

Sin embargo la práctica totalidad de mi comunicación oral hasta los 18 años se desarrolló en valenciano, por lo que esta es mi verdadera lengua vehicular. El castellano fue mi legua de asimilar conocimientos. El valenciano la de transmitir y escuchar, la de jugar, la de compartir vivencias y sentimientos.

Y cuando hablo valenciano, pienso en valenciano, lengua que uso, preferentemente, si mi interlocutor me entiende.

Mi bilingüismo oral llegaba a tal extremo que en mi casa mis padres se dirigían entre ellos y a nosotros en castellano. Mis hermanos y yo hablábamos entre nosotros en valenciano, y cuando nos dirigíamos a nuestros padres lo hacíamos en castellano. Incluso en la mesa, porque mis padres, que fueron incapaces de aprender valenciano, sí que lo entendían.

Resultado final común a otros bilingües: Yo hablo a cada uno en el idioma en el que le conocí, y me resulta verdaderamente complicado “cambiarle” el idioma a lo largo del tiempo. Repito que es un fenómeno muy habitual entre los bilingües.

Por esta razón, y con todos mi respeto para opiniones mucho más doctas que la mía, dudo mucho que Blasco Ibáñez pensara en valenciano cuando escribía en castellano. En mi caso, y supongo que en el suyo, me resultaría muy incómodo, mucho más cuando construimos frases con doble sentido o con ese humor oculto tan diferente de expresar en cada uno de los idiomas.

Es cierto, eso sí, que “su” castellano, como el mío, tendría girones y modos del valenciano entre su vocabulario o en la construcción de algunas frases, pero seguía siendo castellano.

Y de ahí paso al segundo asunto, el que realmente me anima a escribir esta nota:

He visto en Facebook que alguien, hablando de la publicación en valenciano de “la Barraca”, decía textualmente: “Ya era hora!! Nunca entendí porqué no había ningún libro de Blasco Ibáñez en valenciano!.

Y que conste que lo interpreto como totalmente positivo, de alguien que ama el valenciano y lamenta que el escritor no tuviera más publicaciones en esta lengua. Tanto más cuando, curiosamente, el comentario está escrito en castellano.

Yo sí que lo entiendo. Se puede escribir “para” fomentar el valenciano por ejemplo, y en ese caso es imprescindible hacerlo en este idioma, pero cuando alguien escribe libremente de vivencias o de sensaciones, o cuando narra historias, lo hace en el idioma en que mejor sabe hacerlo, porque tiene que sentirse cómodo escribiendo. Unos lo harán en castellano y otros en valenciano.

Y el idioma de la cultura de nuestro personaje, entendiendo como cultura, como en mi caso, la cultura escrita, fue el castellano.

Formulemos alguna hipótesis sobre lo mejor para Valencia y para la cultura valenciana: ¿Que hubiera ocurrido si Vicente Blasco Ibáñez, de cuya valencianía nadie ha dudado, hubiera escrito en valenciano?

La primera consecuencia es que no hubiera sido famoso y reconocido. El valenciano era, y sigue siendo, poco hablado en España y mínimamente en el mundo. Y, como consecuencia, la marca Valencia asociada a las obras del escritor no hubiera transcendido de un círculo muy cerrado.

La segunda es que habría potenciado el valenciano, pero en sectores donde ya se hablaba. Un castellanoparlante tendría que haber utilizado traducciones que no se realizan si el autor no tiene mucho nombre ¿hubiera sido el caso?

La tercera y nada despreciable, es que no se hubiera hecho rico escribiendo ni hubiera tenido tanta “entrada” en lugares de poder y de influencia del mundo. Y, como digo anteriormente, cuando Blasco Ibáñez cruzaba una puerta, su anfitrión sabía perfectamente que su invitado era español y valenciano, porqué ejercía de ambas cosas.

Como ocurrió con Sorolla y tantos otros valencianos ilustres, Blasco Ibáñez fue un excelente embajador de su país y de su tierra.

En la actualidad se ha extendido la tendencia de definir como cultura, en general, lo que son áreas concretas, confundiendo, no siempre acertadamente, cultura con “hechos culturales”. Cultura es “el todo”, e incluye el idioma, el folclore, la literatura, las costumbres, las tradiciones y la solera histórica.

Y no se puede definir, concretar, o identificar por ninguna de sus partes.

Valencia, la cultura valenciana, su personalidad histórica, como la de otros pueblos, es mucho más que determinados símbolos. Sabiendo lo que digo y las consecuencias de lo que digo, la cultura de un pueblo es mucho más que su idioma.

Valencia es el sedimento de muchas culturas y su lengua actual es “la nostra llengua valenciana”, pero los antepasados también era valencianos cuando hablaban dialectos celtas, en latín, en árabe o en la lengua romance origen del valenciano. Y también lo son los valencianos actuales que hablan castellano. De pleno derecho.

En este caso el orden de los factores sí que altera el producto: Los habitantes de esta tierra nos llamamos valencianos porque vivimos en el territorio correspondiente a un asentamiento romano, cedido por el Consul Décimo Juni Bruto Galaic a los soldados licenciados de sus tropas en el año 138 ADC, al que llamaron “Valentia Edetanorum”, nombre compuesto por “valentia”, valor, y Edetania, región romana que incluía nuestra tierra entre otras provincias actuales.Naturalmente ese asentamiento solo fue el foco original de lo que ahora es todo un territorio que avanzó manteniendo una organización y unas costumbres similares.

Y se tituló lengua “valenciana” a la lengua romance, derivada del latín, que comenzó a hablar la gente “vulgar” de este territorio para comerciar y relacionarse. Quiero pensar, sin razones fundadas para ello porque no quiero meterme en más líos, que era lengua de raíz común de otros territorios del arco mediterráneo, incluida, y quizás origen, la Occitania francesa.

Por lo que limitar la cultura escrita de nuestra tierra a «lo que se escribe en valenciano» es limitar la verdadera cultura. Y, posiblemente, perjudicarla. No se puede titular como “verdaderos valencianos” a los que hablan nuestra lengua local. ¿En qué momento de la historia se decidió semejante condición? ¿Quién la decidió?

Me parece bien, y es necesario para que no muera ahogada por el castellano, que se fomente el uso del valenciano, que se convoquen premios a obras escritas en esta lengua, o que se hagan lectura en valenciano en los colegios. Pero siempre me queda la duda de si no sería bueno alternarlas con lecturas en castellano, porque no todos los clásicos para niños están traducidos. Algunos de los primeros libros que me recomendó mi maestro, Don Fidel, no lo están.

Enseñanza de valenciano o en valenciano sí. Sobre la inmersión lingüística tengo muy serias dudas. No creo que sea lo procedente.

En mi opinión sería altamente instructivo leer un mismo texto en los dos idiomas, y discutir y a analizar con niños o mayores las diferencias de matiz entre ambas versiones. Como se expresan los sentimientos en cada una de ellas.

Porque estamos lanzando un mensaje equívoco a los niños si les decimos que para ser culto en Valencia hay que serlo en valenciano. Y, en algunos casos más extremos, que usar el castellano es traicionar a tu tierra. No deja de ser una falacia y un craso error que puede estar cercenando la creatividad de muchos jóvenes o, lo que sería peor, sembrando una semilla diferenciadora. La del “yo soy mejor que tú porque..”.

La cultura es cualquier cosa menos minimalista. Los pueblos cultos interesan, y también interesará su idioma. Yo tenía un compañero de pensión en Madrid, hombre extremadamente culto que hablaba varios idiomas, y que aprendió griego clásico siendo ya mayor para poder leer originales sin depender de las traducciones.

Alguien pensará: ¡que dice este si no es valenciano! Sí que lo soy culturalmente y por voluntad propia pero, sobre todo, deseo lo mejor para esta tierra y esta cultura. Tanto, al menos, como el que más lo desea.

Otros tampoco lo son de nacimiento y no solo opinan: legislan

Y por eso creo que las cosas están como deben de estar: Blasco Ibáñez escribió en el idioma que creyó oportuno entre los dos oficiales de su tierra, y ahora se están traduciendo sus obras al otro, el que empezó siendo lengua romance y que acabó aportando los Ausiàs March, Joanot Martorell, Jaume Roig, Sor Isabel de Villena y tantos otros.

Sin que nadie lo impusiera.

Soy un convencido de que la mejor manera de proteger un idioma es evitarle rivales y, mucho menos, enemigos. Si en una comunidad como la nuestra coexisten el castellano y el valenciano, lo correcto para que prosperen adecuadamente es que ambos idiomas convivan con toda normalidad, sin ningún tipo de rivalidades ni imposiciones.

Intentar forzar el uso de uno de ellos es, de hecho, declararlo enemigo del otro y abrir un debate basado en emociones, ni científico ni práctico, que siempre acaban enconando posiciones difíciles de cerrar. Si el valenciano fuerza demasiado la marcha, acabará siendo “lengua impuesta” para una parte importante de la población, como lo fue el castellano, en otros tiempos. No repitamos errores.

Y si alguien, en el colmo de la insensatez, quiere utilizar un idioma con fines políticos para abanderar una determinada posición se equivoca. Pierde el idioma, que quedará marcado como “el del” partido o el movimiento que lo utiliza, y pierde el usurpador porque buscando enfrentamiento sociales o culturales nunca se llegó a buen puerto. Cualquiera que tenga dunas no tiene más que repasar la historia reciente de las naciones.

Otra cosa es el problema añadido de determinar cuál es el valenciano ortodoxo y quiénes son los depositarios de la verdad lingüista. ¡Pobre idioma atrapado y maltratado por luchas interminables de normas y escuelas, víctima de los intereses, la prepotencia o el egoísmos de unos pocos! ¡Cuánto daño le están haciendo los que dicen defenderlo!

Pero ese es el tema de otras reflexiones.

Lo escrito es una opinión personal que no pretende ser más docta ni más fundada que cualquier otra, pero considero que es mi obligación manifestarla en un momento en que la Comunidad parece abrirse a terceras vías por caminos inexplorados y, posiblemente, peligrosos.

Nuestros mundos paralelos y las cosas de Bocairent

Había sido un día realmente pesado. Dos reuniones por la mañana y una presentación por la tarde, con apenas hora y media para almorzar y desplazarse al lugar de la presentación. De hecho acabó tomando una decisión heroica, pero muy de su agrado. Nada de comida formal. Bastaría un buen “bocata” con cerveza en un bar próximo al lugar de la cita que conocía de otras ocasiones.

Estaba satisfecha de lo conseguido en la jornada: La primera reunión parecía de puro trámite, pero era un tema delicado porque tenía que decidir, con los otros tres componentes del comité, que proyecto se aprobaba entre los cuatro que habían cubierto los requerimientos para optar a la adjudicación. Afortunadamente pronto se dieron cuenta de que uno de ellos superaba con mucho a los otros tres. Tenía una presentación impecable y fácil de asimilar, un plan de viabilidad perfectamente estructurado, unos planes de contingencia muy bien documentados, y la firma que lo presentaba podía garantizar la buena ejecución con su propia trayectoria profesional y su experiencia en este tipo de trabajos.

Así pues la cosa se limitó a comprobar que, efectivamente, cumplía todos los requerimientos del concurso y que el coste ofertado, siendo algo mayor que el de los otros aspirantes, no superaba el límite legal establecido.

Y siendo así, terminaron antes de la diez, con tiempo para tomar un café antes de la siguiente reunión que iba a tener lugar en otra sala del mismo edificio.

Esta era mucho más complicada, porque se trataba de definir las políticas y las estrategias de la entidad para los próximos tres años. No conocía el número de convocados pero estaba segura de que serían más de veinte y que, probablemente, ella era una de las últimas incorporadas al grupo directivo. Para mayor abundamiento, o demérito según se mire, tampoco podía aportar un bagaje de experiencia en este campo, por lo que se temía que su opinión iba a ser poco escuchada y menos influyente de lo que hubiera deseado.

No obstante se había preparado la reunión y tenía una estrategia perfectamente definida: escuchar mucho, hablar poco, contestar con sinceridad si le preguntaban, y como remate final por si tenía ocasión de plantearlos, una chuleta con cinco puntos que, según su opinión, podían ser beneficioso para el futuro de la entidad.

Y, para su sorpresa, la cosa no había ido mal. Parecía que pasaba desapercibida, pero sí que le hicieron algunas preguntas sobre temas concretos y, al final, el que presidía la reunión le había preguntado si tenía alguna sugerencia, lo que le permitió exponer sus ideas.

Cuando se cerró la reunión y se hizo un resumen de lo tratado, el presidente le había pedido que le mandara sus propuestas por escrito, y les convocó a una segunda reunión que se celebraría en un plazo de unos veinte días.

No había estado nada mal, no señor.

En cuanto a la presentación, casi no merecía comentario. Estaba en su elemento, la asistencia había sido buena y el ambiente distendido y muy receptivo. El mensaje se había recibido con mucha claridad, y el bocadillo de “blancos” (longanizas en el argot valenciano) con cebolla frita que había comido en el bar estaba francamente bueno.

Pero lo cierto es que el día había sido intenso y cuando terminó la jornada estaba en un estado de tensión conocido, pero poco deseable. Así que cuando llegó a casa decidió ducharse, ponerse ropa cómoda y relajarse en el sofá mientras miraba sin ver un programa de TV.

No tardó mucho en pasar del mundo real a su mundo paralelo, el de las fantasías, en el que en estos momentos tenía absoluta prioridad su próxima capitanía en las fiestas de Moros y Cristianos de Bocairent.

Al principio se sumergió en el mundo de las sensaciones: la alegría de ser capitana de su comparsa, el orgullo y la satisfacción de sus padres, la de sus amigos de Bocairent y las felicitaciones de los de Valencia, sinceras, pero menos ilustradas. Porque nadie que no pertenezca a Bocairent o a los pueblos y villas de sus alrededores puede entender que estas fiestas son mucho más que lucirse o divertirse determinados días de todo un año. Ni mucho menos.

Ser festero en Bocairent, pertenecer a una «filá» (traducción al valenciano de la palabra «comparsa»), es tan natural para la mayoría de los bocairentinos como el instinto de picotear de los polluelos recién nacidos. No está en los ADN porque químicamente es imposible, pero casi casi. Del ADN no, pero de la cultura adquirida por la tradición, la mamada, sí.

Y acrecentada con el tiempo. El primer contacto con la fiesta lo tienes cuando tus padres, tus abuelos o ambos, te llevan a la primera “nit de caixes” de tu vida” (traducción literal de noche de tambores, desfile) y, tras el rezo del Ángelus en la puerta del Ayuntamiento, pasacalleas un farol de papel con vela en su interior, empujado por el enérgico redoble de las cajas de todas las bandas de música.

Después será tiempo de que te vistan por primera vez con el uniforme de la comparsa, de que te monten en una carroza junto con otros niños y niñas, acompañado por alguno de tus parientes directos porque eres muy pequeño para ir solo a rociar de confeti, serpentinas y caramelos las calles del pueblo.

La primera escuadra infantil, las primeras escuadras oficiales o especiales, las primeras cenas de sobaquillo de los sábados en el “maset” (local social, a modo de cuartel, de cada comparsa), en la que se habla de cosas cotidianas, pero también se comentan las anécdotas de las últimas fiestas o se hacen planes para las próximas, entre paredes adornadas con los blasones y estandartes de la comparsa, y de fotografías, algunas muy antiguas, de los que ocuparon los mismos bancos o las mismas sillas y ya no están, y de los que siguen estando, aunque disfrazados de mayores.

Y, desde hace algunos años, Bocairent se adelantó abriendo las puertas de los “masets” a la mujer. Era de justicia y ha sido para bien de la fiesta, a la que aportaron su formalidad y su sentido de la responsabilidad. Anteponer la consabida frase, “su belleza”, sería no hacerles justicia. También su belleza, pero la figura de la mujer en las fiestas ha sido mucho más que un valor estético añadido a la fiesta, un adorno. Su presencia actuó como un revulsivo provocador para los hombres que ha mejorado el conjunto de la actividad festera.

Y, como no, de las fotos de los capitanes de cada año, con sus mejores galas y con esa sonrisa de satisfacción por haber sido “primus inter pares” en ese mundo casi ideal de amistad y camaradería donde son minoría las envidias o las maledicencias, siempre ahogadas por el interés común en formar piña con la comparsa.

Serán “uno” en buscar lo mejor para la propia comparsa, pelearán junto a otras comparsas por el buen nombre de Bocairent y, como no, rendirán gloria, honores, y reconocimiento al “Patró Sant Blai”, ese casi desconocido varón que ya era patrón del gremio de cardadores, al que nombraron patrón del pueblo en el Siglo XVII, cuando les salvó de una epidemia de difteria. ¡Vitol al Patro Sant Blai!

Entenderán pues que, con todo el respeto a los que han empezado a celebrar “entradas” de moros y cristianos en algunos pueblos y en la propia capital, no puedo evitar que cuando los veo con sus vistosos uniformes, tenga la impresión de que van disfrazados. En Bocairent, lo aseguro, el uniforme no es un disfraz. Es una auténtica seña de identidad de quién los viste como, muy probablemente, lo vistieron varias generaciones de sus antepasados.

Como tampoco las fiestas de Moros y Cristianos se limitan a cinco días de actividades lúdicas. Son todo un año de trabajo, convivencia, diversión y sacrificios, siendo los días señalados en el calendario como los “de la fiesta” la culminación de algo que ilusiona y compromete los otros 361 días del año.

Algo parecido a lo que ocurre con las fallas y los falleros, pero con más trascendencia. En Bocairent la gente no se borra de una “filá” si no es por muerte o fuerza mayor. “Muy mayor”. Ni hay disputas por temas menores porque todo está escrito, porque hay reglamentos y porque hay un organismo superior, la Junta de Fiestas, compuesto por miembros de todas las comparsas, que vigilan el cumplimiento del orden y la tradición, y que sanciona o arbitra los incumplimientos o las discrepancias.

Algún caso conozco de difuntos que han dejado como última voluntad que le enterraran con su uniforme festero.

Es cierto que de vez en cuando se producen choques entre el empuje innovador de los jóvenes frente a las “resistencias al cambio” de otros sectores, pero estas diferencias, como cualquier otra que surgen en las comparsas, suelen zanjarse con acuerdos, sellados por el grito tradicional y conciliador de ¡festa avant! (adelante la fiesta), que desarma personalismos y controversias.

Como nota marginal diré que Bocairent nunca dejó completamente de lado a su antiguo patrón, San Jaime, entronado en una de las ermitas más bonitas del pueblo, en la cara norte de la Sierra Mariola, y que sigue siendo una especie de patrón “B” al que el pueblo homenajea con una fiesta muy señalada cada 30 de abril.

Y, para más “INRI”, también tenemos un tercer protector con mucho predicamento: San Agustín, el “Águila Africana”, en cuyo honor se celebran las tradicionales y muy reconocidas “danzas” en el mes de agosto.

Volviendo a la narración ¡Esas fotos de capitanes! Si han leído con atención lo escrito anteriormente, entenderán algo evidente: Si para los bocairentinos el pertenecer a una comparsa es algo connatural, el ser capitán de la misma es el colmo de las aspiraciones.

Y cuando llega el momento, si llega, hay que organizar, preparar, prever. En definitiva, soñar.

Aunque ¡hay tanto que hacer!, que no es de extrañar que la protagonista de nuestra historia pase pronto de las ensoñaciones a revisar sus previsiones y la planificación del evento. Como dicen los más ilustrados “hay que pasar de las musas al teatro”, y eso supone controlar mil pequeños detalles.¿Hemos olvidado algo?

Dejemos a nuestra futura capitana con sus cuitas, que son, al mismo tiempo, sus grandes ilusiones. Seguro que lo hará extraordinariamente bien: conoce la fiesta, es organizada y tendrá el apoyo incondicional de sus amigos y, sobre todo, de su comparsa.

Como siempre ha sido siempre y siempre será.

Como es de suponer, mi futura capitana no es nadie y son muchos. Tampoco son reales las tareas que le he imaginado. Es un personaje de ficción, más o menos, que puede representar la bipolaridad deseada, la creativa, de muchos hombres y mujeres, y que es aplicable a los dos sexos y a cualquier profesión, incluida la de ama de casa.

Llegados a este punto alguien se preguntará la razón de tantas letras. ¿Cuál es el objeto de esta narración?

Tengo que confesar que, de nuevo, me he perdido en trochas y vericuetos en lugar de seguir el camino sensato de la narración. Es lo habitual en mí. Como lo es mi incapacidad de eliminar nada de lo escrito.

Aclaremos pues las cosas:

En primer lugar defiendo la conveniencia, más bien la necesidad, de que mantengamos vivos esos mundos paralelos que nos permiten vivir con cierto sosiego el día a día del mundo real. Primero hay que créalos y solo la imaginación puede hacerlo. Luego aprendamos a manejarlos. Sepamos cuando y como debemos cruza esa puerta invisible para los demás que separa el “es” del “lo que puede ser”, lo “que debería ser”, o lo que “me apetecería que fuera”.

Y no lo ocultemos ni nos avergoncemos de ello. Podemos organizar un viaje soñado, explorar nuevos retos culturales o sociales, comprometernos en proyectos solidarios, o preparar la próxima capitanía de las fiestas de San Blas. Y, repito, no nos avergoncemos de decirlo, porque cuando lo hacemos suele ocurrir que alguno de nuestros interlocutores, tenidos por serios y racionales, también hubieran disfrutado viajando con el Capitán Nemo en su Nautilus, o tienen ese sueño oculto de ir al Cabo Norte para seguir la migración anual de los renos. Lo conseguirán o no, pero sueñan con ello.

No hay deshonor en ser, al mismo tiempo, una alta autoridad y miembro de una comparsa de moros y cristianos, o tocar en una banda de música o, porque no, pertenecerá una coral. Algunos, quizás los mejores porque no se avergüenzan de sus vida y sus actos, lo han hecho.

Y el otro objetivo, tan evidente que les tomaría por tontos si lo confesara, es “colar” en el relato la solvencia de la historia, la cultura y las tradiciones de Bocairent.

Al margen de su extraordinario enclave geográfico, porque eso no hace falta pregonarlo. Lo ven “hasta los ciegos”.