La ministra de justicia y la exhumación de Franco

Hace unos días escuché a la actual ministra de justicia, Dolores Delgado, afirmar que la exhumación de Franco es un “asunto de estado”. No, señora ministra, no. La exhumación de Franco es un tema menor, muy menor, entre los asuntos importantes que nos ocupan y que amenazan a nuestra economía, nuestro bienestar, o nuestra calidad democrática.

Lo único cierto es que esta decisión se ha convertido en uno de los banderines de enganche de nuestro presidente, que acaba de insistir en su ejecución. Ni siquiera creo que sea una idea de Iván Redondo, al que he admirado en el pasado aunque empiezo a tener serias dudas de que no se esté convirtiendo en un personaje a poner en cuarentena si fuera el responsable de “todo”, el único guionista de lo que hace su aconsejado.

Porque no todo vale ni en política, ni en la abogacía, ni en los asesores de imagen o directores de campaña de políticos. Y estas campañas tan a la americana, basadas en gestos y en decir lo que sea, se pueda o no cumplir, que es exactamente lo mismo de lo que acusan a los populistas, están cruzando muchas líneas rojas.

Donde esté o no esté el cadáver de Franco puede interesar a la familia, a unos pocos nostálgicos, a una parte decreciente de la sociedad entre los que no estamos la mayoría de los que vivimos en la dictadura y, por supuesto, al gobierno de Sánchez. Y digo al gobierno de Sánchez y no al PSOE, porque mucha gente del partido se ha dado cuenta de que estas historias del pasado ya no “venden” como vendían.

El otro día decía de broma que la única explicación de las prisas de nuestro presidente para desenterrarlo es porque quiere incluirlo en las listas electorales del próximo abril, pero quizás me equivoque.

Asuntos de estado, señora ministra, son la ley de educación, la reforma del poder judicial, la posible reforma de la ley electoral, las políticas de inmigración, la solución definitiva al problema de las pensiones, y algunos otros de importancia similar y que condicionarán nuestro futuro como nación. Que no salen adelante porque los ciegos egoístas que nos dirigen, gobiernos y oposiciones, son incapaces de consensuarlos. Prefieren caer en manos de los nacionalistas, ahora separatistas, que hablar entre ellos para llegar a acuerdos de futuro en lo que son pilares básicos de la democracia, de la cultura y del bienestar social. Como si la otra opción, consensuar entre ellos temas de estado, fuera imposible.

Dialogar con los extremistas sí. Dialogar con los demócratas constitucionalistas ni hablar. ¡Hasta ahí podríamos llegar!

Lo demás son sandeces, paridas en lenguaje más coloquial, que lo único que demuestran es el enorme desenfoque de muchos políticos en activo, ¡algunos son ministros!, que siguen creyendo que los españoles somos tontos y que se nos puede confundir con cuatro eslóganes, cuatro frases brillantes, o cuatro poses del presidente diciendo lo que le aconsejan sus asesores.

Lo que me preocupa es que esta señora, de la que apenas tenía referencias salvo alguna noticia de prensa sobre su participación en cacerías y similares, y a la que he descubierto cuando ejercía de ministra, volverá a la judicatura y tendrá que participar en causas en los que estén involucrados miembros o simpatizantes del grupo de los “trifálicos”, de los separatistas catalanes, o tantos otros que han sido sus amigos o sus enemigos el tiempo que ha ejercido su cargo en el ministerio.

Una ministra que ha exigido que la iglesia le entregue un listado de sacerdotes involucrados en delitos de acoso sexual o de pedofilia, sabiendo que todos ellos ya están denunciados en los tribunales por cualquiera de las partes, pero que no ha incoado causa contra sus compañeros del estamento judicial a los que, según conversaciones grabadas por ese peligro público llamado comisario Villarejo, vio alternando con menores en un viaje a Sudamérica.

Una ministra que se mostró de acuerdo en que la casa de citas montada por el propio comisario Villarejo para obtener información de sus clientes, y así poder chantajearlos, iba a resultar todo un éxito.

Meterme con personas en concreto está muy lejos de mi manera de pensar. Critico hechos o decisiones, pero nunca personas, pero en esta ocasión sobrepaso mis propios límites porque esta señora, tan fuerte de carácter, me parece muy poco consecuente en sus hechos y dichos. Y me refiero a su etapa como ministra, porque he sabido de su gran profesionalidad y su compromiso contra el terrorismo cuando ejercía de fiscal. Cosa que le agradezco.

Señora Delgado: ya hace muchos años que ninguno de los que tienen poder en la España actual, sea político, económico, militar, religioso o de cualquier otro tipo, son “franquistas”. Serán de derechas, o de extrema derecha, o de extrema-extrema derecha, pero Ud. sabe muy bien, porque es cualquier cosa menos inculta, que el franquismo no fue un movimiento político ni una ideología concreta, sino un seguimiento al líder, por lo que desapareció cuando murió Franco. Como ocurre con todas las dictaduras. Y lo mismo que sucede con el franquismo, tampoco existe un “pinochetismo”, ni un “videlismo”.

Y le aconsejo que dedique su tiempo a temas más prácticos o más éticos, según como se mire. Determinar si los miembros de la judicatura que intervienen en la política deben de volver a ejercer su profesión si más es un asunto que despierta serias dudas desde hace años. Eso sí que me parece un tema importante. No digo que un tema de estado en sí mismo, pero sí que debería de ser uno de los puntos a analizar en esa reforma del poder judicial que estamos esperando.

Este, como todos los citados anteriormente, sí que son asuntos que nos interesan y afectan a la totalidad de los españoles.

Formar y educar – Carencias de la ley de educación

Hace unos días leí un buen artículo de Higinio Marín en el Levante, en el que intentaba ver la luz en ese laberinto de intereses y responsabilidades que enmarañan la formación y la educación española, sin que, en este momento, sepamos a ciencia cierta cuales son las verdaderas responsabilidades del docente, de los padres, del estado, o de la sociedad.

En mis tiempos, seguramente porque éramos más pobres y, sobre todo, más prácticos, los papeles de cada cual estaban perfectamente definidos.

Simplificando los roles y las responsabilidades, los maestro nos proporcionaban el ochenta por ciento de la formación y un veinte por ciento de la educación, los padres eran ochenta por ciento educadores y veinte por ciento formadores, y la sociedad colaboraba en ambas cosas con normas que ayudaban a desarrollarnos intelectualmente o que corregían, incluso con leyes, las desviaciones que pudieran producirse. Seguramente no estoy demasiado acertado diferenciando la educación de la formación, pero creo que se entenderá lo que quiero decir.

Lo que es absolutamente cierto es que el maestro “al que querer”, el “profe” cómodo, era un personaje desconocido para nosotros.

Yo siento una gran admiración por el que fue mi maestro, Don Fidel, en esos años de la infancia y la juventud en los que se forjan los caracteres. Nunca le agradeceré todo lo que hizo por mí, aunque trato de citarle cuantas veces puedo y se lo reconocí muchas veces siendo mayor, cuando me visitaba en mi lugar de trabajo para saber “cómo me iba”.

Pero entonces no. Entonces le respetaba, en ocasiones le temía, y raramente me resultaba cómodo. Era una figura severa, exigente y comprometida con mi futuro, apoyado sin reservas, eso sí, por mis padres. Mi maestro era la autoridad académica y nadie lo discutía. Mis padres, a los que mandaba de vez en cuando una nota en sobre cerrado dando sus opiniones sobre la marcha de mis estudios o sobre alguna actitud claramente mejorable en mi comportamiento, sí que reconocían la importancia de su papel. Y formaban un buen equipo.

Y, naturalmente, cuando hablo de mis padres lo hago extensivo a “los padres” en general.

Las asignaturas eran claras y universales, salvo alguna con más intencionalidad por mor de la época, pero los niños de toda España conocíamos los mismos ríos y los mismos montes, por ejemplo, y tratábamos de descifrar las mismas matemáticas.
Hace muchos años, y para nuestro bien, vino la transición y se cambiaron los hábitos y las leyes. Pero, como suele ocurrir en estos casos, sobrevino el “pendulazo” y empezaron a surgir formas nuevas y los convencidos de que autoridad y disciplina eran “cosas de la dictadura”. Y aparecieron los “profes colegui” a los que se debía tutear, y/o asociaciones de padres que trataban de invadir la necesaria independencia de los colegios. Y los padres que cuestionan las decisiones de los profesores cuando valoran o califican a sus hijos con algún insuficiente. O cuando les avisan de algún comportamiento inadecuado.

Porque, naturalmente, el profesor “tiene manía” a sus hijos, a los que dan más credibilidad que a los profesores.

Y claro, una parte de los docentes se rebelan, otros se deprimen y otros, la posición más lamentable, acaban aburridos de estar en esa tierra de nadie entre lo que deben hacer y las presiones del sistema y de las familias, y “pasan” olímpicamente, convirtiendo en oficio lo que era vocación.

Porque un daño colateral de la enseñanza en tiempos de la democracia y de las nuevas libertades, es que políticos tan sobrados de ganas de “hacer cosas” como faltos de la formación adecuada, pusieron sus zarpas en la educación e hicieron saltar por el aire las reglas del juego y el posicionamiento de las piezas en el tablero de juego. En tiempos de la dictadura la enseñanza tenía sus bastantes “peros” en algunos temarios y “disfrutábamos” de la “formación del espíritu nacional”, pero, lo digo desde mi edad actual y sabiendo lo que digo y en el charco en el que me meto, era mucho menos “adoctrinante” de lo que se dice ahora. Solo que no era nada sutil.

Ahora tenemos una educación dirigida, fraccionada por autonomías, con unos libros de texto en los que “cuelan” lo que quieren colar o, lo que es más grave, omiten cosas que no deberían omitirse. Y difícilmente aprovechables para otros alumnos, lo que, sin ninguna duda, es un gran negocio para algunos.

Y al amparo de este desorden, y como digo anteriormente, aparecen los padres que exigen responsabilidades a los profesores de los malos resultados de sus “pobres” hijos. Hijos a los que en la mayoría de los casos les permiten demasiadas horas de televisión, o a los que regalan un teléfono móvil demasiado pronto.

Lo que antes era un bloque educativo en el que encajaban todas las piezas, se ha convertido en un “tú la llevas” de agrupaciones o sectores de población que rechazan responsabilidades y culpan a la otra parte.

Y mientras, los gobiernos de turno, o cedieron su autoridad, o se sumaron a la sarta de despropósitos bajando el listón de la exigencia académica. No importa el conocimiento, facilitemos las titulaciones. Aceptemos que pasen de curso alumnos con asignaturas suspendidas y carca, facha, o franquista el que piense que eso es un gran error.

Eximir de exigencia a la educación es condenarla a muerte, y un método infalible de lanzar a la sociedad a oleadas de jóvenes que más tarde, cuando llegan a las universidades o al mundo laboral, o se dan cuenta de sus carencias y tratan de solucionarlas, los menos, o pasan a formar parte de ese lamentable grupo de personas con más dificultades para encontrar trabajo. Por lo que pedirán explicaciones al gobierno y se sentirán víctimas de la sociedad.

Y no les falta razón, porque la que fue su sociedad más inmediata, la de los padres y profesores, no pudieron ponerse de acuerdo y cooperar en su formación, en buena parte por las carencias de las sucesivas leyes de educación, y también por los intereses espurios de los políticos nacionales o de sus comunidades, tan condicionados por la comodidad del “buenismo” y con muy poca visión de futuro.

Es un tema complejo y que da para mucho más, pero en esencia opino que el problema no tiene solución a corto plazo, porque todas las partes comprometidas miran para otro lado. La política estaba presente y condicionaba en parte mi educación, pero ahora lo está mucho más y de forma mucho más dañina, porque nuestra clase política y su falta de autoridad, ha facilitado que nos encontremos en la situación actual, en la que no sabemos que hacer, pero que tenemos claro que la culpa la tiene “el otro”.

Y que a los responsables de arreglar este desaguisado, les preocupa menos la formación de los jóvenes que las tendencias de las encuestas de opinión. O tratar de adivinar cuantos votos ganarían si incluyen es su programa electoral que se pueda pasar de curso con más o menos asignaturas suspendidas. ¡Pobres niños!, es el lema de algunos responsables de la educación, incluidos los padres, ¡ya sufrirán cuando sean mayores!

Porque si no fuera así, y aquí los incluyo a todos, tendríamos una verdadera ley electoral estatal e inamovible, fuera de las tentaciones de su utilización política y del adoctrinamiento tan del gusto de los gobiernos de turno.

La agresividad verbal de la izquierda española:

Vamos de mal en peor y muchos representantes de partidos y simpatizantes de la izquierda están perdiendo totalmente los papeles y no tienen ningún reparo en insultar y menospreciar a los que sienten más simpatías por la ideología de centro o de derecha, a la que, para empezar y continuando con la magistral utilización del idioma como herramienta política, han englobado como “las derechas”.

Como estoy viendo que ocurre cuando califican a los organizadores y asistentes a la manifestación del pasado domingo en la plaza de Colón.

Y que conste que no hablo de los políticos “profesionales”. A mí de disgusta que un líder de la oposición tilde al presidente actual de felón y de traidor, como tampoco me gustó que un líder de la oposición, ahora presidente, acusara al presidente de entonces de corrupto. Pero ese mundo, el de los profesionales, ni lo juzgo ni lo entiendo, porque la mayoría de las veces acaban de medio matarse, parlamentariamente hablando, y a continuación se van a tomar unas cervezas y a bromear sobre los momentos más álgidos de la discusión. Que lo he visto.

Me preocupo por nosotros, por los que nos encontramos en las aceras de las calles todos los días o, según edad, en el mismo ambulatorio, y debemos hablarnos y respetarnos.

Volviendo al principio, hay mucho descerebrado al que no se le puede pedir cuentas, pero me desmoraliza ver que entre los insultantes, que no digo discrepantes, hay personajes de los que se podría esperar mucho más. Y, como ejemplo de menor entidad porque también han entrado en el juego hasta ministros de gobierno, pongo a Eva Hache, monologuista y actriz mimada por el público español y que, seguro, no pone ningún obstáculo a que los participantes en la manifestación, “esos mierdas”, acudan a sus espectáculos si abonan las entradas.

Vamos mal, muy mal y ya es hora de que refrenemos el “forofismo” y respetemos las libertades de todo el mundo, incluso la de los adversarios políticos. Por mucho que se pretenda evitar, según la estrategia de Göbbels, una mentira repetida muchas veces no es más que una mentira repetida muchas veces, aunque algunos la quieran convertir en verdad divulgando masivamente noticias falsas, a las que ahora llaman “fake news”, como si no tuviéramos un idioma mucho más rico que el inglés.

En España, señores de la izquierda, no hay millones de franquistas, fascistas, fachas, o como quieran llamarlos. Ni mucho menos. Si atendemos a los resultados de las últimas elecciones generales, el partido “Falange Española de las JONS” obtuvo 9.862 votos a nivel nacional, lo que supone un 0,04 % de los votos totales. Y habrá otros partidos menores de ideología similar, pero de muy poco tirón electoral.

Hay, eso sí, millones de españoles que prefieren un modelo de estado y un tipo de organización social, como hay millones que prefieren otro. Y la gente de nuestra edad hemos olvidado a Franco y practicamos la muy sana y solidaria “desmemoria histórica” que se acordó en la transición cuando se decidió empezar de cero, con mucha ilusión, sin mirar atrás, y con los menos rencores posibles. Decía hoy de broma a un amigo, que la Fundación Francisco Franco, que he descubierto gracias a los últimos intentos de exhumación, debería conceder sus galardones anuales, si es que los tiene, a los gobiernos socialistas por lo mucho que han hecho por mantener viva su memoria.

Y, en cuando a los bloques ideológicos, añado un hecho irrefutable: los primeros son mucho más moderados cuando ocupan plazas y asisten a manifestaciones que los segundos, que tienen en su seno a gente más radical. En la plaza de Colón no se produjeron disturbios, ni se quemaron contenedores, ni se saquearon tiendas, ni se rompieron cajeros.

Y si alguien piensa que por ser “de izquierdas” es más importante o más ciudadano que otro que es del centro o de la derecha, el que tiene el problema es él. Todos somos iguales y a todos se nos valorará, o así debería ser, por lo que hacemos y no por lo que decimos. Y todos tenemos un solo voto y la misma autoridad moral. Y el voto del presidente del gobierno o del presidente dela Conferencia Episcopal vale exactamente igual que el mío o el de mi vecina de 85 años. Por mucho que les pese a la sarta de “iluminados” que florecen en nuestros país que se creen con más autoridad que el resto. Aunque, por mucho que les pese, no consiguen avances en las intenciones de voto.

Yo tengo amigos de todos los colores con los que, afortunadamente, discutimos posturas políticas con un mínimo de acritud. Porque sabemos que hay un punto final, casi sin retorno, que no debemos pasar porque no afecta a los hechos, sino a los sentimientos y las convicciones. Y no se debe sobrepasar para evitar daños irreparables en lo que es más mucho más importante que la política. La convivencia en paz.

Las “resistencias al cambio” 1 – Los taxistas de Madrid y Barcelona, y otros colectivos.

En los últimos años se suceden los enfrentamientos o las algaradas callejeras provocadas por agrupaciones o gremios especialmente privilegiados, que actúan como auténticos monopolios, porque no aceptan cambios en la forma de relacionarse con el estado, ni acatan las normas que son recomendaciones o de obligado cumplimiento que nos vienen dadas desde la Unidad Europea en favor de la libre competencia.

No hace tanto era el conflicto de los controladores aéreos, más reciente el de los estibadores de puertos, la lucha del comercio minoritario contra las grandes superficies y, más recientemente, el de los taxistas contra los VTC (vehículos de turismo con conductor).

Y todos ellos tienen en común la intención de defender parcelas de actividad tradicionales que, siendo públicas o de utilidad pública, las consideran como de su propiedad, y la no aceptación de lo que consideran “interferencias” del gobierno de turno, su verdadero patrón en muchos de los casos, al que consideran un intruso.

El problema de los taxistas es muy especial porque la mayoría de ellos son patronos autónomos y porque están regulados, demasiado regulados, por los gobiernos regionales o municipales de turno, pero no deja de ser un intento corporativo de bloquear los caminos a su competencia. Dicen defender sus puestos de trabajo, pero también son puestos de trabajo los de los conductores de vehículos VTC que pueden perder su empleo si prosperan las exigencias de los taxistas. Y, como ellos, también tienen compromisos y familias que mantener.

Con el agravante de que los sufridores de sus reivindicaciones somos nosotros, sus clientes, a los que deberían de mimar por la cuenta que les trae y por la amenaza real de que dispongamos de otras alternativas, cada vez más disponibles, que nos resulten más favorables en términos económicos y/o de comodidad en los servicios.

Es cierto, como decía, que los taxistas es un colectivo excesivamente regulado para los tiempos que corren, y esa debería de ser, sin ninguna duda, su verdadera reivindicación. Porque algunas de las trabas administrativas y los controles los que están sujetos les impiden luchar con su competencia más actual en igualdad de condiciones, pero nunca tomando como rehenes a sus clientes, ni intentando poner puertas al campo, frase muy manida pero que describe con realidad este tipo de intentos.

Y no puedo por menos que recordar mis tiempos de empresario asalariado en una multinacional y de empresario real en una modesta empresa propia, cuando me enfrentaba con frecuencia con las “resistencias al cambio”, concepto reconocido y muy tenido en cuenta en el mundo de la calidad cuando se establecen planes a medio y corto plazo o cuando se necesita modificar los procesos de trabajo en empresas y/o entidades. Es decir: cuando se detecta la necesidad de emprender “cambios” de cualquier tipo.

Porque una de las obligaciones de los dirigentes de empresa, como debería ocurrir en el mundo del funcionariado, en el de los líderes sindicales y con los coordinadores de los diversos colectivos, es tener en cuenta que todo lo que va mal es corregible, y todo lo que va bien es mejorable.

Y, aunque suene a pura teoría, que lo es, es bueno que recuerde la fórmula que utilizábamos cuando llegaba la ocasión, tratando de dar valor y peso a cada uno de los factores. Es una fórmula con abreviaturas inglesas, porque es en ese entorno donde empezaron a utilizarla:

Factores que influyen en el cambio = (P x V x CR x TPL)/R, donde P = Presión para el cambio, V= Visión para el cambio, CR = Realidad Actual, TPL= Plan de Transición y R= Resistencia al cambio.

Donde la “presión para el cambio” son las nuevas demandas de los clientes, tan cambiantes en el tiempo, especialmente si afloran nuevas competencias. Competencias que siempre se ven como una amenaza, pero que tiene el valor positivo de ser un excelente revulsivo. El detonante que obligará a activar la imaginación empresarial, tantas veces adormecida.

La “visión para el cambio” definirá cual es el punto al que queremos llegar, los cambios en el producto, o la identificación de las nuevas normas y estrategias. El reposicionamiento empresarial que estimamos necesario para no perder mercado.

La “realidad actual” es el punto en el que nos encontramos como empresa o colectivo en el momento en que se decide el cambio. Lo que hacemos, como lo hacemos y cuál es nuestra posición real en nuestro mercado natural. Es el punto de partida desde el que emprenderemos los cambios, y no es tan fácil de valorar porque solemos ser poco objetivos con nosotros mismos. Requiere un estudio serio y desapasionado de la realidad y no es mala práctica pedir alguna ayuda a expertos “de fuera” que nos ayuden a identificar nuestra situación real.

El “plan de transición” es el conjunto de estrategias o de medidas concretas que tenemos que definir para garantizar el éxito de la transición, en plazos y resultados, desde la “realidad actual” hasta la “visión para el cambio”. La ruta y los medios más adecuados para llegar a donde queremos ir partiendo de donde estamos.
Pero, ¡cómo no!, cada vez que se emprende un plan de mejora aparecen las inevitables “resistencias al cambio” que frenarán el curso natural de la estrategia acordada.

Los “si estamos bien, ¿para que cambiar nada?”. Son importantes y peligrosas. Hay que tenerlas en cuenta y solo hay dos formas de vencerlas o de amortiguarlas: explicar cuantas veces sea necesario la necesidad del cambio y las mejoras que se esperan conseguir, o la disciplina empresarial.

Siendo esta última fórmula la menos deseable porque los afectados aceptarán los cambios porque no tendrán más remedio, pero no se sentirán involucrados ni comprometidos con las nuevas estrategias.

Esta es una definición que he encontrado en internet y que nos puede valer para definir el concepto:

Se denomina resistencia al cambio a todas aquellas situaciones en las cuales las personas deben modificar ciertas rutinas o hábitos de vida o profesionales, pero se niegan por miedo o dificultad a realizar algo nuevo o diferente”.

Porque, en el fondo, es muy, pero que muy difícil, que los que estamos afectados por las medidas “entendamos” la necesidad de adaptarse a las nuevas circunstancias. Por egoísmo personal, porque “no lo ven” o porque sienten verdadero vértigo cuando salen de su “zona de confort”, incluso aunque las zonas no sean realmente confortables desde el punto de vista de la comodidad o de la seguridad. Simplemente es “lo conocido”.

Y la práctica de la evolución continuada que fue necesario imbuir en el mundo empresarial hace cincuenta años, es absolutamente indispensable asumirlo en los tiempos actuales donde los mercados cambian a gran velocidad, y el entorno tecnológico, un auténtico laberinto de oportunidades o fracasos, se nos muestra verdaderamente endiablado por su capacidad de influir en procesos y personas, para bien o para mal, según la preparación de los usuarios.

Recordemos que cuando Henry Ford aplicó el montaje en cadena de sus coches, se dijo, y así fue, que se perderían muchos puestos de trabajo de los operarios que los montaban manualmente. Pieza a pieza.

Pero solo a corto plazo, porque la novedad abarató el precio de los coches, que se pusieron al alcance de más compradores, por lo que aumentaron las ventas de forma casi exponencial. El resultado es que se necesitaron muchos más operarios para abastecer las cadenas de producción, y se crearon oficios nuevos que diseñaban los mecanismos de las cadenas y las mantenían activas.

Lo cierto es que muchas empresas que no fueron capaces de evolucionar tuvieron que cerrar arrolladas por el mercado y la competencia.

Pero hay un caso que siempre he considerado un referente en los cambios: el de nuestra empresa estatal de Correos. La que hace cincuenta años tenía el monopolio real del reparto de la correspondencia y de la paquetería, y a la que le aparecieron graves amenazas en forma de teletipos, empresas de mensajería que transportaban sacas de correo entre las sucursales de las empresas, los correos electrónicos, y los transportistas tradicionales que incorporaron a su porfolio la pequeña paquetería.

Pero Correos se resistió, evolucionó, incorporó nuevas tecnologías, ofreció otras alternativas y hoy en día seguimos viendo la silueta amarilla y azul de los carteros españoles transitando por nuestras calles, conviviendo con repartidores de otras empresas con otros uniformes y otra organización. Incluso ha llegado a acuerdos para distribuir paquetería con empresas que son su competencia.

Así pues, señores taxistas, antes de dar un mal paso identifiquen su “donde están” y su “visión para el cambio” para trazar la ruta adecuada de su evolución. Y háganlo apoyados por los mejores negociadores, que con animadores de algaradas no conseguirán absolutamente nada. Asuman que no podrán mantener privilegios durante mucho tiempo y su prioridad debe ser doble: negociar con los ayuntamientos o con las autonomías los cambios necesarios en su regulación, y mejorar su servicio y sus vehículos para mantenerse como la mejor opción para sus usuarios.

Esa será su única garantía de supervivencia. Incluso de mejorar sus condiciones económicas