Por si algunos no lo recuerdan, España es una democracia representativa, representación que los ciudadanos confiamos cada cuatro años a un partido político en función de la afinidad con las ideas de cada uno.
También es oportuno recordar que la máxima autoridad constitucional, la que dicta normas y leyes a propuesta del gobierno o por iniciativas populares, es el Poder Legislativo, las Cortes, si se consiguen las mayorías de votos que se establecen en cada caso.
Y que el Poder Judicial tiene como misión esencial aplicar las leyes promulgadas por el Legislativo con una pequeña horquilla de interpretación de los jueces, siempre recurrible.
El artículo 118 de la Constitución dice que “Es obligado cumplir las sentencias y demás resoluciones firmes de los Jueces y Tribunales, así como prestar la colaboración requerida por éstos en el curso del proceso y en la ejecución de lo resuelto”
Y lo dice sin establecer ninguna excepción, conociendo la inviolabilidad del Rey, único que no está sujeto a la autoridad de dichos tribunales según lo dispuesto en uno de los apartados del artículo 56 “La persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad…”
Y luego tenemos el Poder Ejecutivo, el gobierno de cada momento, que tiene como misión, entre otras, cumplir y hacer cumplir las leyes. Y que, en contra de lo que parece en este momento, no tiene poder absoluto y está sujeto al control del Judicial, según dice el artículo 102: “La responsabilidad criminal del Presidente y los demás miembros del Gobierno será exigible, en su caso, ante la Sala de lo Penal del Supremo”
De ahí que sea tan importante que el Ejecutivo, el gobierno, no tenga ninguna opción de controlar al Judicial. No tanto porque algún juez pueda doblar la vara de la justicia a su favor en alguna sentencia, que no lo puede hacer y si lo hiciera es recurrible, pero sí con determinados nombramientos de los titulares de las salas vía Consejo Superior de Justicia, buscando jueces capaces de “manchar la toga con el polvo del camino”.
Es decir y repito; en algunos supuestos, es el Poder Judicial el garante de que el gobierno no cometa impunemente actos criminales de ningún tipo, entendiendo, según la revista “Criminalidad”, que un acto criminal es “un comportamiento que exige un castigo”.
En España solemos asociar crimen con delitos de sangre, pero esa es una interpretación que no se ajusta a derecho. Como tampoco lo es la de los políticos cuando entienden que corrupción es robar dinero público, porque también lo es la malversación, la prevaricación, el nepotismo y el resto de actuaciones contrarias a la honestidad exigida a los cargos públicos.
Por lo que, la gran pregunta, es ¿Qué criterios éticos amparan que han de ser los políticos quienes elijan a los Vocales el Consejo? ¿Porqué ese interés en mantener ese extraño privilegio que han apoyado todos los gobiernos de la democracia a partir de 1985, cuando el de Felipe González decidió hurtar a los jueces una de las cuotas que le correspondía según la Constitución?
Decisión que, por supuesto, no rectificaron los sucesivos gobiernos del PP, no sé si porque les convenía desde el punto de vista de posibles amenazas judiciales, o simplemente por favorecer a amigos “colocándolos” en los puestos claves de los tribunales.
Y, por supuesto, tenemos el Constitucional, que es la última voz autorizada, no para contradecir a los tribunales, como se piensa, sino para aclarar si determinadas sentencias o algunas leyes aprobadas por el gobierno se ajusta o no al espíritu de la Constitución. Y de estas y en este momento, hay muchas pendientes de su decisión.
Vayamos al meollo de la cuestión:
El mayor problema que tenemos en España, el causante de todos los demás,es la maldita ley electoral y sus listas cerradas, las que proporcionan a los líderes de los partidos poder absoluto sobre los elegidos “democráticamente” en estas listas, a la mayoría de los cuales ni conocemos el día de las elecciones y que deciden con su voto la aprobación de leyes.
Incluso si lo votado perjudica a la Comunidad en la que fueron elegidos.
Pero en la historia del parlamentarismo español siempre se habían respetado algunas normas no escritas por las que los partidos más votados, pero sin mayoría suficiente para gobernar, buscaban acuerdos con la oposición en los casos puntuales en los que se trataban asuntos de Estado.
Y con cualquier otro en temas de menos trascendencia. Esos que posteriormente solía revocar el siguiente gobierno.
En este momento nos encontramos en una situación totalmente desconocida desde que Pedro Sánchez consiguió desplazar a Mariano Rajoy con el apoyo de grupos que siempre habían sido claramente antiespañoles, a cambio de dádivas y concesiones, legales porque pueden tomarse y democráticas porque todos ellos han sido elegidos libremente, pero muy cuestionables desde el punto de vista de la ética y del espíritu de la Constitución.
O rebasando líneas rojas con leyes impugnadas por la oposición y en espera de que los tribunales, incluido el Constitucional, decidan si son viables en nuestro Estado de derecho.
Recordarán que hace tiempo, los partidos del llamado “gobierno Frankestein” hablaban de reformas necesarias en la Constitución, hasta que se han dado cuenta de que no tenían porqué molestarse, porque no hace falta cambiar artículos de la Constitución ni sus desarrollos en forma de leyes si se dejan sin contenido las sentencias por incumplimiento, se rebajan las condenas, o se indulta a los condenados por determinados delitos.
Y pongo un ejemplo: el artículo 21, en su punto 1, dice “Se reconoce el derecho de reunión pacífica y sin armas. El ejercicio de este derecho no necesitará autorización previa” y al gobierno de turno, se le ocurre autorizar el ir armados a las reuniones. El gobierno podría acometer la posible modificación de este artículo, o, simplemente, promulgar una ley que diga que “el portar armas a una reunión se sancionará con un euro de multa”
Naturalmente es un ejemplo absurdo. O no tanto porque estando como están los miembros de las Cámaras sujetos a la disciplina de los partidos y teniendo los socios de gobierno que tiene, si mañana el presidente decidiera aprobarla en consejo de ministros, seguro que esa ley saldría adelante en el Congreso con mayoría suficiente.
Le costaría unos millones para unos, mantener cinco años más el desafortunadísimo cupo vasco actual, no lo digo por el concepto, porque, guste o no, está en la Constitución, sino porque el PNV, el que recoge nueces sin mojarse ni comprometerse, hace años que está consiguiendo que cada vez tenga menos cuantía y se pague cuando se quiera pagar. O tendría que autorizar más traslados de ETA al País Vaco, pero lo conseguiría. Y “democráticamente”.
Estamos en una situación en la que un gobierno, que no deja de ser el gestor de nuestro bienestar durante su mandato, pasa de ser líder de un partido a líder de sus votantes. Ya no es nuestro representante, es el que dice lo que debemos hacer o el que nos lo impone con leyes que ni siquiera sospechábamos que podrían aprobarse.
Pero como todo esto se está haciendo poquito a poquito, sin prisa pero sin pausa, una ciudanía agobiada por sus dificultades personales, ni lo ve. Porque no son cosas que le afecten en el día a día. Y cuando se de cuenta, posiblemente sea demasiado tarde para rectificar algunos de sus despropósitos.
Gobierno que toma decisiones en contra de la opinión del Tribuna Supremo y del Consejo de Estado, que no son vinculantes, pero que siempre han sido respetadas por el peso ético y moral de sus componentes.
Solo me queda la esperanza de que la Comunidad Europea nos proteja y represente mucho mejor que lo están haciendo, de forma muy democrática, por supuesto, los que debían ser nuestros representantes naturales.
Cambio de ley electoral, por favor, y si puede ser al sistema de “distrito único”, donde cada diputado es propietario de su escaño y nunca votará algo que vaya en contra de sus representados, a los que debe dar cuenta personal con mucha frecuencia, mucho mejor.
Valencia, 29 de noviembre de 2022