¿Unidad o consenso?

Ayer, nuestro presidente se dirigió a la oposición, también a sus socios de gobierno y a los apoyadores habituales, apelando a la unidad para hacer frente a los gravísimos problemas que tenemos sobre la mesa. Y lo hizo utilizando todas las técnicas conocidas en la comunicación verbal con el apoyo de gestos. Y así lo dijo en tono persuasivo, de extrañeza, apremiante, de incomprensión, de enfado, de complicidad y hasta de súplica. Con las cejas levantadas, dejadas caer, levantando una más que la otra, frunciendo el ceño, endureciendo la mandíbula, apretando la boca o amagando una sonrisa triste.

Y, como suele hacer, aplicando bien las pausas o los cambios en los tonos de voz para reforzar conceptos, al estilo de Rufián, que, en mi opinión es un auténtico virtuoso manejando estos recursos.

Es posible que le salga “de natural”, pero no dejan de ser técnicas recomendadas en cualquier curso para hablar en público si se quiere reforzar un mensaje o facilitar un entorno.

Pero claro, el presidente no repara en que el apoyo solicitado ha de estar ligado, necesariamente, a un mínimo de honestidad basada en una comunicación fluida y sincera en la que no se esconda nada, buscando los puntos de coincidencia en la que apoyar una determinada iniciativa y abordando un tema cada vez para no distraer el fondo del posible apoyo.

Entendiendo que unidad en una iniciativa no requiere necesariamente unanimidad de criterios porque para conseguirla basta con un mínimo común denominador que permita ceder en algo en favor de un bien mayor. Es lo que se llama consenso, que es una forma muy deseable de solucionar problemas de Estado.

Prácticas y actitudes totalmente ignoradas por el solicitante de unidad, que no pierde ni un minuto en tratar de negociar con nadie, ni siquiera en proporcionar un mínimo de información, con el resultado de que una y otra vez la oposición, incluso algunos miembros del propio gobierno se enteran del contenido de sus propuestas por la prensa.

Y, también una y otra vez, emplea esa técnica torticera de mezclar temas a los que nadie puede negarse con otros que ni vienen a cuenta y que, en la mayoría de los casos, son de dudoso recibo democrático por la importancia de lo “colado” en la propuesta.

Y así, junto a propuestas sensatas sobre la pandemia a las que nadie podía negarse, alguno si que se abstuvo, consiguió la aceptación para el ingreso de Pablo Iglesias en el CNI y ayer mismo se propuso un paquete en el que, junto a los 20 céntimos de los combustibles, se incluía el impresentable currículum de la ESO, la aprobación al cambio de opinión sobre el Sahara, la limitación del precio del alquiler de las viviendas en las renovaciones y otros temas similares, sin ninguna conexión entre ellos y, en algunos casos, merecedores de plenos monográficos.

Adobados por una relación lastimera de los muchos problemas que había tenido que soportar durante su mandato, problemas reales todos ellos, aunque en algunos casos, como la última calima, no creo que le hayan quitado el sueño muchas noches. Como si los anteriores presidentes no hubieran soportado los asesinatos de ETA, los muy complejos ajustes que hubo que hacer para consolidar la democracia o alguna crisis económicas de gran magnitud. La diferencia es que la mayoría de sus predecesores, en lugar de lamentarse de sus desgracias, cuando se trataba de problemas de Estado lo primero que hacían era descolgar el teléfono para hablar con los líderes de su oposición, aunque en el parlamento se tiraran los trastos a la cabeza día sí y día también.

Eran tiempos en que permanecía vigente la palabra “consenso” que, cómo decía antes, es la única realmente válida y operativa en democracia, sustituida actualmente por la muy utópica y demagógica “unión”, con un significado equivalente a “seguir al líder” diga lo que diga y haga lo que haga. Un “sed flexibles y haced las cosas a mi manera, porque yo soy el único que se lo que hay que hacer en todos los casos”. Porque los demás, cuando hay un líder indiscutible, lo que tienen que hacer es “arrimar el hombro” sin cuestionar las propuestas, frase que en si misma pone en evidencia la pobreza democrática del proponente

Y esta ha sido, es y será hasta que los votos nos separen, la actitud del presidente de la “unidad consigo mismo”, el que nos ha tocado en suerte para gestionar asuntos realmente importantes, siendo, como está demostrando, el peor gestor de todos los que nos ha tocado en suerte desde la restauración de la democracia.

El del permanente “yo no he sido” si algo sale mal, porque la culpa la tiene Putin, o los gobiernos anteriores, o la oposición, o las comunidades, o la Comunidad Europea, siendo el paladín indiscutible de todo lo que sale bien, como la campaña de vacunación, que tanto juego le ha dado, cuando ni fue el que las compró ni el que las inyecto.