Ayer, Ayer, a propósito de un comentario que publiqué sobre algo que dijo el congresista Baldoví, tuvimos un intercambio de opiniones sobre “la voz” de la comunidad valenciana en Madrid.
Vaya por delante que mis comentarios nunca se refieren a las personas que nos representan, sino a lo que dicen o hacen en su función de representantes. No me cabe la menor duda de que Baldoví será una excelente persona y un gran abuelo, si es que tiene nietos, cosa que ignoro porque jamás me he metido a indagar las circunstancias personales de los políticos, tampoco del resto de ciudadanos, a los que considero muy libres de casarse, descasarse, tener o no tener hijos o hacer de su vida lo que crean conveniente, siempre que no sea delictivo o suponga un escándalo impropio de sus cargos.
Pero las cosas son como son y, en contra de algunas opiniones, ni en el Congreso ni en el Senado hay “una voz valenciana”. Ninguna.
Baldoví habla en nombre de Compromís, que ya es algo, pero no representa a los valencianos, y el resto de nuestros paisanos congresistas, paridos en listas cerradas y lobotomizados por sus jefes de filas cuando llegan al congreso, pueden estar viendo que alguna propuesta de ley perjudica a nuestra comunidad y ni se les ocurre decir nada. Solo les queda capacidad para interpretar que botón deben apretar en cada votación atendiendo a las señas de sus coordinadores
Y en el caso que nos ocupa, Baldoví, cómo todos los del grupo mixto, podrá decir alguna cosa más o menos atractiva en los debates, pero siendo de izquierdas, como es, y de un partido con un pacto de gobierno en Valencia con el PSOE, siempre acaba apoyando al gobierno en sus decisiones de calado. Y si alguien piensa que la “voz valenciana” es descalificar al líder de la oposición, pongo por caso, ya no entiendo nada.
Es la voz, eso sí, de un hombre de izquierdas que no quiere que el centro o la derecha ocupen el poder, pero nada más y muy lejos de cualquier romanticismo. Puro pragmatismo y no poca conveniencia política.
La voz de alguna comunidad en el Congreso la tiene algún grupo nacionalista, generalmente más bien de derechas, porque también iniciativas singulares, como la de “Teruel Existe”, han acabado acomodándose a iniciativas que no eran especialmente favorables a la España vaciada.
Valencia tuvo alguna voz en tiempos de UPV, partido con el que no me sentí identificado en su momento por alguno de sus planteamientos excesivamente nacionalistas, pero que adquirió mucha fuerza gracias al empuje y la personalidad de González Lizondo, y tampoco era la de “todos los valencianos”.
Aunque, eso sí, todas, absolutamente todas las intervenciones de sus representantes en el Congreso se referían exclusivamente a los derechos de Valencia como Comunidad, ellos preferían hablar de “reino”, y a denunciar discriminaciones y desigualdades con las otras comunidades españolas.
Pero el fondo de mi malestar con la política de los últimos años, no solo los de Zapatero o los de Pedro Sánchez, es porque los partidos políticos, todos, han conseguido desvirtuar la esencia de nuestra estructura como Estado para acaparar más poderes de los que les confiere la constitución. Y a las pruebas me remito:
Cuando se desplegaron las transferencias a las comunidades supuse que era desde allí desde donde se defenderían los intereses de sus representados, pero no. Las Comunidades han acabado siendo la voz de su amo y, salvo algún éxito de menor calado, siempre han demostrado obediencia a los gobiernos de la nación de su mismo signo político.
El PSOE valenciano, por ejemplo, se hartó de protestar por la evidente desigualdad presupuestaria de la comunidad valenciana, pero cuando llegaron a gobernarla y teniendo al PSOE en el gobierno de la nación, apenas alguna declaración para cubrirse las espaldas y pare usted de contar. Actitud totalmente diferente a las gobernadas por nacionalistas-independentistas que, esas sí, han sabido presionar a los gobiernos y conseguir, no solo que se les haga caso, sino ventajas evidentes y absolutamente discriminatorias.
Lo que supone un fracaso del resto de comunidades, las “normales”, siempre supeditadas a la “autoridad” nacional, si eran de su cuerda, o en continua disputa si eran de signo contrario. Algo completamente diferente a lo previsto cuando se crearon las autonomías.
Y luego tenemos otra de las patas del Estado, también con carcoma: El Senado, el gran timo perpetrado por los dos grandes partidos políticos.
Poque el Senado, a diferencia del Congreso que es el encargado de controlar al gobierno y de promulgar leyes, “es la Cámara de representación territorial”, según el artículo 69 de la Constitución.
Y para que así sea y sus miembros tengan una mayor libertad de acción, se permite que parte de su composición sea de personas concretas propuestas por los partidos y no por listas cerradas.
Porque se suponía que la Cámara Alta sería donde se matizarían y se ajustarían las leyes a las particularidades de los territorios, pero eso nunca ha sido así. El Senado se ha convertido en un auténtico cementerio de elefantes en el que viven o vivieron sus últimos días de vida política personas como Ciscar o Rita Barberá, por citar dos nombres ilustres en la política valenciana.
En el que no se vota lo que más conviene para cada comunidad dentro de un equilibrio necesarios, sino con arreglo a una lista cerrada virtual de cada partido, ya que allí también existe una insalvable disciplina de voto a su propio partido. Se vote lo que se vote y beneficie o perjudique a cualquier autonomía.
Y esta es la razón de mi desengaño, no por la política, que según la RAE es la “actividad del ciudadano cuando interviene en los asuntos públicos con su opinión, con su voto, o de cualquier otro modo”, sino con los que la han manipulado y desvirtuado durante los últimos veinte años en su propio beneficio.
Manipulación que llega a límites insospechados y muy amenazadores para la calidad democrática de España desde que gobierna un hombre sin más ideología política que sus propios intereses y que está poniendo en riesgo lo construido en la transición.
Decía Otto von Bismarck, el gran estadista alemán, no especialmente democrático, más bien muy autoritario visto con los ojos de hoy, el que fue unificador de Alemania y una figura clave en las relaciones internacionales, que la política es “el arte de lo posible”. No de lo deseado o lo soñado. Y es “de lo posible” porque las circunstancias condicionan los deseos y nunca se puede conseguir lo que uno sueña.
Lo que resulta inconcebible es que los responsables de mantener su esencia de servicio a la ciudadanía la hayan convertido en una plataforma para conseguir sus objetivos personales y, en el mejor de los casos, los de sus partidos.
En muchos casos con el aliento incondicional de sus simpatizantes y seguidores, a los que han arrastrado a participar en contiendas inventadas que solo les favorecen a ellos, a los políticos. Políticos que, o son honrados y lo hacen bien, o son indeseables. Por supuesto que hay ideologías y objetivos diversos en sus programas electorales, pero todos ellos deben tener ese mínimo común denominador.
Que empieza a ser un valor en peligro de extinción.
Entiendo que estas reflexiones son como hablar en chino en una sociedad que, en buena parte, le cuesta llegar a fin de mes, que ve como le suben las hipotecas con mucha frecuencia y con multitud de problemas en el día a día. Y que, además, no siente interés por la política, más allá del sensacionalismo de las tertulias, porque nadie se ha preocupado de hacerles ver la necesidad de mantener un control de las instituciones y de que nadie saque los pies del tiesto, porque es indispensable para una convivencia en paz y libertad.
Pero habrá gente como yo, de todos los colores políticos, que saben lo que costó llegar a donde estamos y lo trágico que sería perderlo, aunque solo sea en parte.
Valencia, 16 de diciembre de 2022
José Luis Martínez Ángel