Es un hecho incuestionable que el éxito electoral de los partidos no depende de sus afiliados, sino de sus votantes. Los afiliados, eso sí, sirven para animar, apoyar y realzar las virtudes de su partido, y para arropara a sus líderes cuando tratan de captar el mayor número de simpatizantes para que les den su apoyo en las elecciones.
Sin embargo, por un error de estrategias, se cambiaron los roles y alguien decidió que los afiliados debían de tener más protagonismo en los partidos, hasta el punto de que debían elegir a sus líderes. Era más democrático.
Y como hay que ser “más que el que más” y ponerse al frente de la manifestación, algunos partidos tradicionales, el PSOE uno de ellos, decidió implantar “las primarias”, modalidad de votación por la que los afiliados eligen directamente a su Secretario General.
Es decir, han cambiado el sistema representativo, en el que los delegados tomaban las decisiones, por otro asambleario, alegando que esta medida mejora la democracia interna.
Y, tomada la medida, insisten en que esta fórmula pase a ser obligatoria, por ley, para todos los partidos.
En primer lugar, no juguemos con las palabras. El sistema representativo es tan democrático como cualquier otro. Cuando un grupo de personas eligen a alguien para que los represente ante terceros lo hacen en pleno ejercicio de su libertad y no están condicionados por nada ni por nadie, o al menos no están más condicionados que cuando ejercen el voto en unas primarias.
¿Cuál es la ventaja? En pura lógica, se supone que los votantes delegados, los representantes, están más “enterados” de los temas puestos en cuestión, están al tanto de los estatutos y los reglamentos del partido, y conocen más a las personas a los que elegir que cada uno de los casos. En definitiva: Conocen mejor el alcance de las decisiones y los pros y los contras de cada alternativa.
La democracia asamblearia, por definición, es mucho más emocional, en ocasiones visceral, con el peligro de que a la hora de emitir votos y opiniones lo hagan más condicionados por las circunstancias del momento, por el carisma de los líderes, o por los “consejos” de terceras personas que en círculos cerrados puede actuar como animadores de la opinión.
Tendremos que reconocer que las bases, la masa social, es mucho más influenciable que los representantes y corre el riego de que reaccione por estímulos en lugar de hacerlo por razones.
Los políticos se cansan de decir que no hay que dictar leyes como respuesta a hechos concretos (asesinatos, violaciones, raptos de niños, etc.). “No hay que legislar en caliente”, dicen, y tienen razón, pero, curiosamente, cada vez quieren mantener más calientes, casi en ebullición, a sus bases para moverlas según convenga.
Y ahí aparece la contradicción: un afiliado tipo “culligan” seguirá mejor a su líder, hará más ruido, pero asustará a los simpatizantes, menos mediatizados, poniendo en peligro los graneros de votos.
Los partidos de amplio espectro tienen muchos más votantes que militantes. Los más ideologizados tienen pocos votantes fuera de sus militantes, y a otros, los más radicales, solo les votan sus militantes.
En términos matemáticos podríamos establecer que el número de votante de un partido es inversamente proporcional a la radicalidad de sus afiliados. Casi un axioma.
Pero nos hemos establecido en el terreno del “cortoplacismo” y me temo que no van a rectificar. Seguramente pensarán que si alcanzan el poder tendrán tiempo de “arreglar las cosas” poniéndolas en su sitio, olvidando que es mucho más fácil provocar la exaltación que conseguir la vuelta a la sensatez.
Este es uno de los males de occidente: como tenemos bienestar, con muchas limitaciones, por supuesto, hay que ofrecer lo imposible para ser “diferente”. Pero una cosa es perseguir la utopía y otra muy distinta es engañar deliberadamente con promesas que saben que no pueden cumplir.
A eso se le llama populismo, y no es más que una consecuencia lógica de la falta de rigor de los que gobiernan, por no ser capaces de combatirla. Más bien se asustan y trata de imitar algunos de sus planteamientos, olvidando algo que es esencial: claridad en los planteamientos y, sobre todo, pedagogía política de los gobiernos y las oposiciones de los países ricos cuando tienen que afrontar malas situaciones.
Una crisis, por ejemplo.
Y a los ciudadanos, cada vez más, nos están llevando a un camino de difícil retorno cuando hacemos caso de las promesas sin preguntar cómo van a cumplirlas, o el entorno en el que nos movemos: La Comunidad Europea, a la que hemos delegado una buena parte de nuestra soberanía.
Naturalmente estas reflexiones no tienen más peso ni más valiez que la de ser titular de un D.N.I. español, como lo son los militantes o simpatizantes de todos los partidos a los que siempre respeto y respetaré el sentido de su voto. En mi caso soy un «no afiliado», nunca lo he sido, aunque, como es natural, tengo mis ideas políticas o, por decirlo mejor, un ideal de modelo de estado y de convivencia participativa que se aproximaría mucho más al nuestro si cambiaral la ley electoral, para mi fuente de todos los males, y se reorganizaran la educación y la justicia.
Bastante de acuerdo en tu exposición y en sus consecuencias. Personalmente soy más partidario del sistema ingles. En nuestro caso, a la hora de votar, en el 99,9% de los casos, apostaria que nadie conoce más arriba de los tres primeros que aparecen en las papeletas de votación, y en muchos casos solo se conoce al primero, a más a más que dirían los catalanes, al segundo también se le puede llegar a poner cara, pero nada más. Cuántas veces se puede hablar con el diputado que te representa?, Cuáles son sus planes/programas para la zona en la que habitas?. Cuando y como informa de la evolución de tales planes?. En fin, regalamos los votos a perfectos desconocidos de quienes desconocemos todo, y a quien lo más que puedes hacer si la cosa no te parece que haya ido bien, todo el castigo a aplicar es votar después de cuatro años, a otras personas tan desconocidas como las primeras, y así continúa la rueda periodo legislativo tras periodo legislativo. Eso sí, como siempre la culpa es del maestro armero.
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