La Ministra Celaá ha vuelto a hacer una de las suyas, por encargo de la autoridad competente por supuesto, y ha dicho «No podemos pensar de ninguna de las maneras que los hijos pertenecen a los padres«. Y no sé por qué se han cabreado tanto algunos sectores de opinión, porque los hijos, efectivamente, no pertenecen a los padres. Claro que mucho menos al Estado, y todavía menos al gobierno de turno.
Los hijos no son de nadie. Son seres vivos autónomos, únicos e irrepetibles, que en algún momento tomarán decisiones y serán dueños de sus propios destinos.
Pero como somos una forma de viva especialmente lenta en alcanzar madurez, resulta que alguien tiene que alimentarlos, limpiarlos, llevarlos al médico, acompañarlo cuando dan los primeros pasos o cuando suben por primera vez a una bicicleta de dos ruedas con rodines. Pero, sobre todo y sin ninguna duda, alguien tiene que educarlos. Porque la misión de los padres, y es algo que siempre hemos entendido en mi familia y en otras muchas, es enseñar a volar a los hijos, y permitirles que vuelen. Incluso, mejor que permitirles que vuelen, animarles a que lo hagan.
He publicado bastante en mi blog sobre los deberes y obligaciones de cada una de las partes que acompañan a los niños en su crecimiento intelectual, y siempre lo he tenido muy claro: los padres son los responsables de educarlos, con ayuda de sus profesores, y los profesores son los responsables de formarles, con la ayuda de los padres.
Que el Estado, no el gobierno de turno, debe tener un marco de formación perfectamente definido que nunca debería alterarse por intereses políticos es una obviedad. De que ese marco debería estar ampliamente consensuado por nuestros responsable políticos no tengo ninguna duda.
Sabiendo que cuando hablo de educación me refiero básicamente a educar en valores y cuando hablo de formación me refiero a impartirles conocimiento y reglas de comportamiento social.
Así que, Señora Celaá, su comentario no deja de ser una argucia. Una falsedad argumental. Un truco para llevar el agua a su molino y presentar la enseñanza pública y sus bondades como la única forma sensata y eficaz de impartir conocimiento. Y no le faltaría razón si no estuviera Usted detrás de las materias y los temarios. En sentido figurado claro, que no sería tan figurado si le permitieran redactarlos.
¿Recuerda Usted las bondades de la enseñanza pública en la dictadura? ¿Le parece bien la impartida en Cataluña o en el País Vasco? ¡No me irá a negar que son puro adoctrinamiento político! Y puede que en ambas autonomías, no lo sé, la religión sea una asignatura con peso.
Así que, Señora Ministra, a otro perro con ese hueso. O, empleando otro refrán, no nos quiera dar gato por liebre. Los únicos regímenes que yo he conocido que tutelaban a los niños, decidían que debían estudiar y donde debían hacerlo, fue en Rusia y las otras Repúblicas Socialistas Soviéticas.
Pero Usted, que yo sepa, no es comunista. ¡Ah!, me olvidaba de quiénes son sus socios de gobierno actuales.
Lo que me llama la atención es que afirmen con tanta rotundidad que los hijos no son propiedad de los padres, cuando defiende a ultranza que los no nacidos son propiedad de la madre, que son parte de su cuerpo, y sobre los que pueden decidir si viven o mueren según su libre albedrío.
Sé que no es exactamente lo mismo, ¿o sí lo es?
Otra cosa: supongo que es estrategia de Iván Redondo provocar varias controversias al mismo tiempo, porque es una buena estrategia. Una especie de bombardeo en racimo. Si tomas decisiones o propones medidas controvertidas una a una, es muy fácil que la oposición política y la opinión pública tomen partido y respondan de forma más o menos unánimes.
Pero si lanzas varias a la vez, especialmente si sabes que alguna de ellas va a gustar al PP y a Ciudadanos pero no a VOX y otras gustarán al PP y a VOX, pero no a Ciudadanos, pongo como ejemplo, estás creando cismas y divisiones que debilitan la contestación y confunden a la opinión pública.
Claro que solo es mi opinión, pero por si acaso no os dejéis engañar. Son temas diferentes que merecen ser analizados por separado, y sobre los que debemos formarnos una opinión razonada, sin apasionamiento.
A mí me está dando mucho trabajo porque no hay día que no tenga que hacer algún comentario. Pero no se preocupe. Me gusta y me ayuda a mantener lamente activa.
Pensar si los hijos son o no de los padres es una memez. Y decirlo en voz alta también, aunque quizás menos. La ministra Celáa lo ha dicho en un momento de confrontación sobre quién debe decidir la educación de los menores de edad. Es una frase dicha para ocupar primeras planas, tal y como ha ocurrido, cosa que hacen políticos de todos los signos. Igual que partidos de todos los colores pueden poner en candelero una nueva cuestión, si piensan que con ello conviene distraer a la opinión pública o diversificar los temas en controversia. A lo mejor no conviene al Gobierno que se siga hablando tanto del tema catalán, cuestión que viene siendo casi monotemática desde hace años.
Los hijos es evidente que no son de los padres. Y plantearse a quién pertenecen sigue siendo una memez. En cualquier caso es un problema transitorio, que se extingue cuando alcanzan la mayoría de edad.
Bajo llamativas frases, aunque ridículas las más de las veces, se esconde una polémica. El tema está en dilucidar a quién le corresponde decidir la formación de los menores. La Constitución dice que los padres tienen el derecho de que «sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones». Lógico y normal. Antropológicamente correcto. Conforme con las más ancestrales reglas de la tradición.
Pero ¿qué ocurriría si esas convicciones paternas fueran aberrantes? ¿Seguirían teniendo derecho los padres a que sus hijos se formaran de acuerdo con convicciones fuera del contexto social, ideológico, temporal y geográfico del momento? Parece que su derecho sobre la formación de los hijos no debe llegar tan lejos.
Aquí entra en juego la propia Constitución, que antes de establecer ese derecho de los padres ha indicado que «la educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales». Así pues, estos principios, derechos y libertades están por encima de las convicciones religiosas y morales de los padres.
El problema, como siempre, estará en determinar si hay desajuste o no entre las convicciones paternas y los susodichos principios, derechos y libertades. Al margen de que un juez civil pudiere resolver al respecto, la propia Constitución establece otra importante regla: «los poderes públicos inspeccionarán y homologarán el sistema educativo para garantizar el cumplimiento de las leyes». Es decir, pueden dictarse leyes en materia educativa y hay un sistema que debe tener una homologación. No debe haber nada relevante fuera de ese sistema, de esas leyes, de esas decisiones de los poderes públicos. Así pues, aún parece acotarse más claramente el poder de los padres sobre la educación de sus hijos.
En todas partes los podres públicos han decidido qué materias entraban en los programas formativos. No sólo en la URSS o en Cuba. Aquí también estudiaban Gramática, Geografía o Ciencias Naturales. Como en todas partes. Lo que ocurrió y ocurre es que se enseñan determinadas materias, y se omiten otras, para condicionar el pensamiento político de los alumnos. Mal hecho desde nuestro punto de vista democrático, aunque ha sido una práctica extendida en muchos países. Los más mayores, como nosotros, podemos dar fe de ello. Y hasta es posible que en la actualidad, bajo el manto de la democracia, estemos practicando una ideologización y empujando hacia un tipo de personalidad humana que en el futuro nos puedan censurar.
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