Otra vez tenemos como programa prioritario de un gobierno de izquierdas llamar la atención tratando de ampararse bajo el capote militar de Franco. Pronto le tocará a la iglesia.
Francamente, y valga el casi juego de palabras, contemplando objetivamente el panorama desde el punto de las ideologías de los partidos y de sus confusas posiciones frente a los grandes cambios de la sociedad, casi lo único que mantiene unida a la izquierda española es la figura de Franco, aunque se la represente con el avatar y el eufemismo del “antifranquismo”.
Hace tres años, estando en Oporto, un taxista me dijo que era del Barça “porque el Real Madrid era de Franco”. Yo me hice el despistado y le contesté “¿Franco? ¿Qué Franco?” Se sorprendió de mi respuesta y me dijo “¡el dictador!”. Y yo, siguiéndole la cuerda, cerré la conversación informándole de que Franco había muerto hacia cuarenta años, que el Real Madrid era una sociedad anónima, que parte de sus dirigentes no le habían conocido, y que la plantilla actual de españoles no habían nacido cuando él murió. Ni que decir tiene los extranjeros.
No se quedó muy convencido, pero si bastante desconcertado.
Y esta anécdota, real, refleja lo que es la manipulación de los hechos y de las situaciones. Franco murió hace ahora 43 años y la guerra terminó hace 79. Sin embargo, los que no tienen mejores argumentos, continúan recuperando recuerdos y falsas memorias para agitar conciencias que, en su gran mayoría, no saben diferenciar entre lo contado y lo sucedido. Porque lo que ahora se llama posverdad, esa palabra no incluida en el diccionario pero que se acepta cuando “las aseveraciones dejan de basarse en hechos objetivos, para apelar a las emociones, creencias o deseos del público”. ¡Que buena definición!
Palabreja inventada por los políticos con la que tratan de cubrir con maquillaje las mentiras o las medias verdades que ellos mismos inventan. Y, como dice la definición, que no se apoya en hechos, sino en emociones. Y, como tales, sujetas al grave peligro de las manipulaciones. Ellos saben, como no, que los hechos se pueden describir, rebatir y dimensionar, pero que es casi imposible racionalizar las emociones.
En cuanto a la guerra civil y por mucho que intenten desfigurar los hechos, nunca se trató de una contienda entre gente muy buena, que moría, y gente muy mala que mataba.
En realidad, la guerra, lo que se llamó “alzamiento nacional”, lo encabezaron un grupo de militares apoyados por parte del poder económico y por algunas potencias extranjeras, en base a una situación social degradada, unas ideologías, y un concepto intervencionista del ejército, ahora impensable.
En este caso no se desarrolló exactamente como una contienda de bandos, así se produjo en las guerras carlistas por ejemplo, sino que desde el primer momento se trazaron líneas imaginarias sobre las superficie de nuestra nación, y que a todos los que les tocó a uno de los lados, militares, guardia civil, guardia de asalto, y los pobre reclutados, fueron catalogados como “rojos” o “nacionales” por esas cosas de estar en un lugar inadecuado en un momento inoportuno. Es decir: hubo Guardia Civil fiel a la república y Guardia Civil sublevada según la localización de los cuarteles, ejército adicto y ejército sublevado según el mismo criterio, y población civil atrapada entre estas líneas que separaban a los buenos de los malos. Solo que los buenos y los malos eran unos u otros, según desde donde se mirara.
Porque el porcentaje de voluntarios sobre reclutados fue muy bajo y el mito de las dos Españas, la de la mano alzada y el puño cerrado, solo fue el resultado de la propaganda y de los excelentes carteles que llamaban al combate.
Poniendo un ejemplo, quizás exagerado, convendría revisar algunas imágenes de la Corea de Kim Jong-un, y tratar de adivinar si todos los que agitan banderas cuando les dicen que las agiten, que lloran cuando les dicen que lloren, o que aplauden cuando les dicen que aplaudan, son “KinJonistas” o simplemente supervivientes.
¿Quién inventó en su propio beneficio lo de las guerras románticas? Como ejemplo de romanticismo aplicado para fines inadecuados, José Antonio Primo de Rivera, personaje muy interesante, muy utilizado, y poco analizado desde la objetividad, dijo en el discurso fundacional de la Falange Española que “a los pueblos no los han movido nunca más que los poetas, y ¡ay del que no sepa levantar, frente a la poesía que destruye, la poesía que promete!”.
Pero no fue la poesía ni los poetas los que movilizaron a los bocairentinos cuando estalló la guerra. Fueron las autoridades republicanas, en uno de los casos, y las de los sublevados en el otro, los que sacaron a los jóvenes de sus casas y les dieron un uniforme y un fusil.
Y que nadie os engañe. Pese a los reportajes de la época, pocos, muy pocos se fueron cantando con la ilusión de “acabar con los fascistas” o “con los rojos”. La inmensa mayoría se fue llorando amargamente por la dureza de su situación, arrancados de sus padres, hermanos, esposas e hijos, y por lo incierto de su futuro.
Ni fue la poesía la que alimentaba los motores de las camionetas conducidas por los que arrancaban de sus casas a gente de la retaguardia para meterlos en una checa, en una cárcel reglada, o para fusilarlos junto a una cuneta. Camionetas de los dos bandos, justicieros de los dos bandos. No eran poetas, no, ni mataban por libertades ni por ideales. Que no os engañen. Simplemente asesinaban.
Y a los que fusilaron al terminar la guerra tampoco les mató la poesía ni el romanticismo. Les fusiló una justicia sumarísima en la mayoría de los casos, adobada en muchas ocasiones por ajustes de cuentas, incluso entre familiares.
La poesía sirvió, eso sí, para atraer a jóvenes y no tan jóvenes a movimientos políticos o sociales que caldearon los ánimos pero, excepto minorías poco significativas, no fue la que llenó de muertos las trincheras. Para acudir a mítines y manifestaciones con banderas, cantos y soflamas, sí. Para ir voluntario a una guerra en la que matabas a gente que no conocías, gente del pueblo como tú, para evitar que ellos te mataran, pocos. Muy pocos.
Digan lo que digan los historiadores influenciados por sus propias ideologías, la guerra civil no fue una gesta. Fue, como todas, una guerra sucia y sin más razones que la falta de criterio de los políticos de la época. Y de los intereses.
Aunque también hubieron, ¡cómo no!, héroes en los dos bandos, porque ambos eran pueblo, que ayudaron a quienes pudieron, incluso con riesgos de sus vidas. Y no lo hicieron por ideales ni por romanticismo. Lo hicieron por lo que les quedaba de sentimientos y de solidaridad entre combatientes o entre gente de retaguardia.
Así pues, amigos míos, y salvando de la famosa “memoria histórica” a los anónimos que todavía quedan en las cunetas y que se merecen un entierro digno y el respeto de sus familias, todo esto es una gran farsa al servicio de una imagen desenfocada deliberadamente por intereses partidistas. Otra vez.
Y, por cierto, han cometido un gran error. Quitando tantos símbolos de la época de la dictadura, están eliminando la visualización del gran referente del mal. Por mucho que se empeñen, el franquismo no existe. Franquismo es el “régimen político de carácter totalitario que fue implantado en España por el general Francisco Franco desde 1936 hasta su muerte en 1975”, o en una segunda acepción que lo enmarca en el tiempo, “período histórico durante el cual hubo este régimen en España”.
Por lo que no dándose ninguna de estas circunstancias, el franquismo desapareció con la muerte de Franco, por un lado, y con la transición por el otro. Por mucho que se empeñen en mantenerlo con respiración asistida como en su tiempo se hizo con el propio general.
Y no sigan esparciendo la falsedad de que el Partido Popular es franquista, por favor. Es un partido conservador, demócrata, más que algunos de izquierda, mejor de extrema izquierda, que defienden la dictadura del proletariado por mucho que la envuelvan en las sedas y los tules del lenguaje y de los eufemismos, y similar, si no idéntico a los partidos conservadores de la Europa actual, que no han mamado en los pechos de Franco, ni compartieron su ideología.
Sin olvidar que la inmensa mayoría de nuestros padres, si fueron funcionarios u ocuparon algún tipo de cargo público, juraron fidelidad al Jefe del Estado y a los Principios Generales del Movimiento, por lo que según el leguaje de los puristas de la izquierda, fueron franquistas. ¿Memoria histórica? ¡Ya está bien de mirar a un pasado que los que lo vivieron tuvieron mucho interés en olvidar! Mi padre nunca me contó nada de la guerra, ni tampoco lo hizo mi suegro, si no fue para narrar alguna anécdota sin trascendencia. Tampoco lo hicieron mis abuelos maternos que vivieron a muy poca distancia de uno de los frentes, en la provincia de Palencia.
Pero ahora resulta que nuestros hijos y nuestros nietos, en sentido figurado, reclaman reparaciones por unos hechos que ni conocieron ni acaban de entender. Y quieren reclamar la “memoria histórica” de una historia distorsionada, contada por personajes que no la vivieron, pero que la utilizan como banderín de enganche para una supuesta justicia que ya saldó sus cuentas en el momento de la transición.
Porque de lo que no se habla, precisamente, es del mayor y mejor pacto que hicieron los políticos de la época renunciando a parte de sus reivindicaciones históricas en bien de la convivencia y del interés común. En bien del futuro.
Y ese pacto favoreció una transición, la española, que se estudió en todo el mundo occidental como modelo de cambio de régimen sin violencias ni rencores, y que propició una constitución de las más avanzadas de Europa y unas leyes modernas y garantistas. Incluso excesivamente garantistas.
Pero de eso no hablan los que defienden ideas totalitarias, porque es este pacto el que ahora quieren destruir, minimizando su importancia, y maximizando sus carencias y lo que se perdonó a unos y a otros. Son los que, en el fondo, no creen en la democracia representativa. Puede que crean en la asamblearia, pero solo si les conviene.
Excluyendo de estos grupos políticos a los independentistas que por su fanatismo y su sentido de la supremacía, quedan fuera de toda lógica y de todo análisis racional.
Y eso, a grandes rasgos, es lo que sucedió. Lo demás, no lo dudéis, son milongas interesadas de unos y de otros.