Una buena amiga, que ha leído y, según dice, disfrutado con mi novela “la cruz de piedra” me ha recomendado que lea “el documento 303”, de José Manuel Surroca, porque, lo mismo que en mi caso, fabula sobre hechos históricos, en este caso relacionados con los orígenes del Reino de Aragón, en una trama que, según me dijo, también se desarrolla en diversos momentos de la historia, incluido el tiempo actual.
Seguro que me gustará, pero no puedo opinar porque apenas he empezado a leerla. Lo que sí que me he encontrado es con un prólogo de mucha calidad de María Luz Rodrigo Esteva, profesora titular del Área de Historia Medieval de la Universidad de Zaragoza, según he podido comprobar en internet, en la que comenta la confusa situación del conocimiento de la historia, vulgarizada, difundida e interpretada de forma poco profesional, si no utilizada con fines políticos o a favor de determinadas ideologías.
Eso no lo dice ella textualmente, pero lo añado yo porque es lo que está ocurriendo.
Y en un momento de sus reflexiones se hace la pregunta “¿qué hacer ante los cada vez más crecientes usos públicos de la historia?”
Y yo le contestaría: negarnos firmemente a aceptarlos. Luchar contra los timadores de tribunas, columnistas poco escrupulosos, tertulianos indocumentados, falsos protagonistas de redes sociales, docentes desaprensivos, y cualquier otro falseador de los hechos históricos.
Y denunciarlos con firmeza.
Siempre he asumido que la historia la escriben los vencedores, y que en las cortes medievales eran los escribanos reales los que narraban los hechos, por lo que, naturalmente, no escribían nada que perjudicara el buen nombre del rey su señor, o que cuestionara sus decisiones.
Pero los historiadores profesionales, conocedores como nadie de esta realidad, consultan los relatos de las cortes antagonistas o de las noblezas en conflicto para poder atisbar la verdad de los hechos.
Que complementan buscando donde deben: en las cartas de los interesados, en los pactos escritos, en las capitulaciones, en la correspondencia de particulares, y en cualquier fuente que permita crear una bibliografía que justifique los hechos que describen.
Y, sabiendo que nadie es totalmente imparcial a la hora de juzgar o interpretar los hechos históricos, cada vez se dispone de más información objetiva para analizar la verdad de la historia.
Pero ese nivel, ese magisterio, está reservado a los historiadores profesionales, no a la legión de arribistas que, utilizando parte de lo sucedido, incluso partiendo de oídas o leyendas, construyen historias muy a medida de sus intereses o de su ideología. O simplemente opinan por la vanidad de demostrar que “saben”.
Y que, citándose los unos a los otros, acaban construyendo una verdadera red de citas y bibliografías circulares que no hacen sino dar un barniz de veracidad a lo que es pura invención o verdades a medias.
Y, estando totalmente de acuerdo con sus reflexiones, digo lo que siempre he dicho: pese al “empoderamiento” de la clase política, ningún congresista, o senador, o líder de un partido, tiene la autoridad de un historiador para describir hechos, ni la de un académico para regular el idioma.
Pero se ha perdido la vergüenza Y se atreven a hacerlo incluso cuando vivimos muchos de los que participamos de alguna forma con los hechos que se intentan tergiversar, o los negros acontecimientos que se quieren blanquear.
Y así hay partidos que afirman que debemos pedir perdón a Méjico porque Cortes y unos quinientos españoles masacraron a millones de indígenas, o que tal o cual régimen, excluida la dictadura porque no se puede considerar un régimen, eran “los buenos” y los otros eran “los malos”.
Y me pilla en un momento de especial sensibilidad porque solo hace unos días he publicado un comentario en mi blog sobre los desdichados hechos ocurridos en el parlamento vasco, donde un diputado de Bildu se dedicó a insultar a los que en su día fueron víctimas de ETA, sus antecesores, protegido por esa supuesta capa de impunidad por la que cualquier elegido en una urna puede decir lo que quiera mientras mantenga el uso de la palabra.
Afirmación que, por supuesto, es absolutamente falsa.
Y, aludiendo a esta intervención desdichada, decía entre otras cosas en mi artículo:
“Pasar página sí, pero no permitir ese continuo intento de blanqueo de la violencia y de los violentos, incluso propiciado por otros partidos como Podemos, Izquierda Unida, todos los nacionalistas y, en ocasiones, algunos miembros del PSOE, que quieren hacernos creer, y pueden hacer creer a los más jóvenes, que el lobo del cuento era una víctima de los tres cerditos”.
Y que conste que mi comentario no está alimentado por ningún color político. Cito a los que cito porque todos ellos han sido colaboradores necesarios para que lleguemos a esta situación en el caso de ETA y el relato de lo sucedido.
Espero, pues, disfrutar de la novela como, de momento, he disfrutado con el preámbulo.
Y espero también que alguien, algún día, entienda que esto es inadmisible. Y que la historia es la que es, y no como quieren algunos que hubiera sido.
Y que todos nosotros, sin ninguna excepción, asumamos que tenemos antepasados héroes y antepasados villanos. Antepasados que mataban y antepasados que morían.
Pero que hoy, en pleno Siglo XXI, lo único sensato y práctico es aceptar que la historia es como fue, que aprendamos, y que no repitamos los mismos errores que cometieron las generaciones que nos precedieron.
Que así sea.