Adolfo Suarez prometió en 1976 “Elevar a la categoría política de normal, lo que a nivel de calle es plenamente normal”. Y a fe que lo consiguió en buena medida dentro de lo que permitían aquellos primeros pasos de la España de la democracia.
En 1982, cuando el PSOE se hizo cargo del gobierno, Alfonso Guerra, refiriéndose a los cambios democráticos dijo que “Vamos a dejar este país que no lo va a reconocer ni la madre que lo parió”. Y, de hecho, el PSOE continuó con los avances democráticas con leyes y medidas pactadas con UCD, como antes había hecho UCD con el PSOE.
Y los dos partidos cumplieron lo prometido y España actualizó y modernizó el código penal y muchos de los ritos y las rutinas del antiguo régimen, hasta convertirse en una de las más avanzadas de Europa, aunque por el camino desapareció UCD y apareció la muy conservadora AP de Fraga, que posteriormente se modernizó, renovó sus cargos dirigentes y cambió su nombre por el actual PP.
Si Pedro Sánchez, tan aficionado al atril sin preguntas, tuviera que construir una frase de este estilo para dirigirse a la nación y fuera sincero, diría algo parecido a:
“Mi objetivo ese elevar a normal en la calle lo que son decisiones de políticos endiosados, que han cambiado su obligación de ser servidores de la nación para convertirse en caudillos indiscutibles que hacen lo que sea necesario para sobrevivir y medrar en la política, como supremo modelo de mantener el poder obtenido en las urnas”.
Porque recogió una nación razonablemente organizada, con leyes modernas y equilibradas y en franca recuperación de la crisis económica de 2008. Pero día tras día, desde que ganó la moción de censura, no ha cesado en su propósito de convertirse en gobernante consolidado y con más autoridad de la que ha tenido ningún otro jefe de gobierno. También a costa de lo que sea, retorciendo leyes, bloqueando controles y comprando favores, o cediendo poder del Estado a las autonomías menos “españolas” y más despilfarradoras de España.
Y así ha demostrado un desmedido interés por interferir en el resto de los Poderes del Estado, metiendo, cada vez más, sus zarpas en el Judicial, con un Legislativo chantajeado y controlado por comunistas e independentistas, absolutamente cerrado a cualquier diálogo con la oposición, por mucho que lo “venda” como responsabilidad de un PP obstruccionista, hasta el punto que, por primera vez en toda nuestra historia democrática y teniendo un parlamento controlado por sus apoyadores, la oposición se ve obligada a recurrir a la justicia si quiere impedir alguna tropelía del gobierno.
Con una gestión de la pandemia francamente lamentable y adoptando medidas heterodoxas, como ha decretado el Constitucional y denuncian casi todas las autonomías. Todas menos la valenciana, por supuesto.
Con una comunidad, la catalana, dirigida por los iluminados con los mejores sueldos de la España autonómica, y con un presidente que se permite la chulería de decir que no irá a la Conferencia de Presidentes porque quiere un trato de igual a igual entre presidentes de naciones.
Chulería sin riesgos porque está seguro de que nuestro señor Sánchez, al que tienen atrapado por salva sea la parte, le concederá una “conferencia” privada. Sin ninguna duda.
Un presidente que se permite cuestionar la calidad democrática de la justicia española, a la que acusó de dictar sentencias por “rencor o venganza” y también al Tribunal Constitucional y al de Cuentas.
Que ha concedido indultos a delincuentes que afirman públicamente que volverán a delinquir, en contra del criterio del tribunal que los juzgó y del Consejo de Estado y que está tratando de cambiar las leyes para que pueda volver el señor Puigdemónt libre de los cargos de los que se le acusa.
Y como último ejemplo de la “normalidad” tan anormal que estamos disfrutando veremos lo que inventan para evitar que el Tribunal de Cuentas, cuestionado por el gobierno en su día como “ideologizado”, impida que la malversación que está juzgando, se resuelva con otra malversación si el dinero lo aporta un organismo de la Generalitat.
Pero este tribunal que no pertenece a la judicatura, pero que es el único que nos protege de las arbitrariedades económicas de las administraciones, ha jugado bien sus cartas y ha pedido la opinión de la Abogacía del Estado para que sean ellos los primeros en opinar sobre la materia
Y, en este caos en el que estamos sumidos, todo el mundo entiende que los abogados del estado van a decir “lo que diga el gobierno”, cosa que no creo que ocurra si les queda dignidad profesional.
Porque digan lo que digan y aunque no sea vinculante, los que darán opinión son los abogados y a título personal, no el gobierno que no puede imponerles su decisión, aunque, naturalmente lo intentará.
Será muy interesante ver como maniobran unos y otros para parecer honrados sin serlo.
No crean que exagero en mi comentario. Muchas más cosas podría decir, pero me temo que, como todo lo que digo, caerá en tierra seca porque hace tiempo que la mayoría de los españoles han aceptado como inevitable lo que está ocurriendo. Inevitables puede que sí, pero denunciable siempre.
Todo ello, en mi opinión, como consecuencia de las funestas influencias de las “terceras generaciones” que históricamente han hecho y siguen haciendo tanto daño a sus naciones.
Valencia, 29 de julio de 2021